El silbato

                                                        


                                                                
Dicen que no estoy loco. Que fueron las drogas. Y lo de las drogas sí es verdad. El puto LSD mezclado con jarabe para la tos. Una bomba, cierto…

Pero yo sí que estoy loco, no obstante. Aunque eso no lo saben ni los médicos. No se enteran, los idiotas. Como ese maricón de la ambulancia. Las drogas me dan cierta lucidez, incluso. Me ayudan, hasta cierto punto… Por eso, sé perfectamente lo que vi. Mejor dicho, lo que sentí… sentí el fuego.

Los diarios, Internet, la gente… cuentan que iba flipado, que imaginé que la casa de mi vecino estaba en llamas cuando no era así. Que el fuego estaba en mi mente, y solo en ella. Que tumbé la verja de entrada con mi coche para rescatar al perro. Y que el perro sí que era real.

Unos se burlan de lo que hice, del ridículo. Otros me llaman héroe, en cambio, porque –pese a mi delirio– suponen que mi intención fue noble: La de salvar la vida de un pobre animal…de un perro.

Les diré una cosita: odio a los perros. Los detesto. Jamás arriesgaría el culo por ninguno de esos inútiles cagones. De niño, uno me jodió la pierna. No lo olvidaré jamás. Necesité cirugía y se me infectó el muslo, para colmo. Casi me gangreno. Me atiborraron a analgésicos y antibióticos, allí empezó mi historia con las drogas… Y encima, por poco me destroza la cara también aquel puto “chow-chow”, cuando caí tras el primer mordisco en plena acera. Parecía un peluche el cabrón, pero tenía buenos dientes. Quizás estaba cegarato el puto bicho, y pensó que yo invadía su espacio cuando me lo crucé en la calle de regreso a casa. La misma casa en la que aún sigo viviendo y que heredé de mi familia, por cierto... Dicen que los perros de su raza actúan así a veces, sin mediar provocación. Que se confunden... Aunque algo no me cuadra en eso. Yo también voy “ciego” en ocasiones. Sé cómo es desorientarse de repente, sin motivo. Y también me encolerizo de pronto, como un perro rabioso... Por eso pienso que algo más tuvo que encabritar al puto chucho, cuando coincidimos esa tarde por azar al aire libre. Quizá un destello de luz. O algún sonido fuerte…

Al final mi pierna se curó, y yo fui creciendo. Más loco que cuerdo, pero seguro de mí mismo, en el fondo. Para evitar más incidentes con los perros, compré un silbato inaudible para los humanos, que a ellos les hacía huir despavoridos. Me divertía torturarles yo con eso, aunque ellos no me molestasen a mí. Era un buen juego macabro. Ya no tengo el silbato, aunque lo conservé colgado al cuello hasta hace muy poquito tiempo...

Del encontronazo con aquel perro marica en concreto, me quedaron cicatrices, nada más. La más visible, la de una dentellada en la mejilla. Una marca muy sensible, por cierto. Fue allí donde primero sentí el fuego… Y esa cicatriz fue lo que me sirvió para orientarme bien pese al efecto de la droga, y saber de dónde procedía aquel calor tan fuerte. Porque yo sí sentí el fuego, insisto. Créanme. Con mi chifladura, con mis adicciones, sí... Pero les puedo jurar que lo sentí de veras.

Sé bien cómo es ese bochorno en la piel, que te atrae y te abriga ambiguamente. Peligrosamente. Igual que un canto de sirena. De sirena de alarma. Como sirena de ambulancia….

Ese calor arde en lo más profundo de mi espíritu. Y eso desde siempre, ya en mis recuerdos más tiernos: el mechero de gasolina de mi padre, cuando me enseñó a fumar maría apenas me salió vello en los sobacos; la cocina de carbón de mi abuela, donde asábamos castañas cada primero de noviembre (una vieja tradición de mis ancestros de Calabria, y mi mejor recuerdo); la hoguera de los Boy Scout también, en la que aprendí a usar la misma navaja con la que maté a aquel puto animal, para vengarme… Sí, lo hice. Le rebané el cuello. “Chow-chow” era el sonido a borbotones de su sangre al derramarse. Pero desquitarme no me alivió mucho, no crean. Desde entonces, odio a los perros más que antes. Los mataría a todos.

Y encima dicen que tumbé una valla por salvar a uno de ellos en mis brazos. ¡No te jode! Que el fuego era mentira, dicen, un ensueño mío. Pero el fuego era real. Lo sé… Y  lo que llevé en brazos no fue un perro, por cierto. Si acaso el cuerpo de un perro, puede ser… pero sin darme cuenta de ello. Estaba muy intoxicado, sí. Pero sé que lo que de verdad cargaron mis brazos fue una niña…

De unos diez años. Preciosa. Asustada… pero valiente. Me llamó de alguna forma, no sé cuál, cuando yo holgazaneaba en mi sillón frente a la tele, viendo a los Rangers en el Garden. Con el colocón del ácido me parecía que, más que deslizarse grácilmente por el hielo, los jugadores de hockey se partían la cabeza a bastonazos. Aunque quizás era verdad, porque a veces sí hacen eso los cabrones... El caso es que sentí una punzada aguda en el oído de repente, que casi me destroza el tímpano. Pero me puso alerta aquello, despertándome lo justo de mi delirio lisérgico para animarme a actuar. Luego reaccionó mi cicatriz, cuando salí rápido de casa en dirección al inmueble contiguo, movido por un impulso irrefrenable... Vi el obstáculo de hierro, y subí al coche...

Pienso que lo que me atrajo más, a fin de cuentas, fue el olor de las castañas... El pelo de ella era castaño, tiene gracia. El olor me dijo eso. Pues fue el olor lo que me dejó verla en la distancia a través de las paredes, créanme. Sus ojos también eran marrones. Su piel, supongo, olía a castañas también. No sé. De pronto el humo se hizo denso, saturando mi olfato de sabueso.

 Pero supe que ella estaba allí, esperándome. La percibí atrapada por las llamas en su habitación del ático… Y eso sí me pareció irreal, aunque estuviese drogado y propenso a las alucinaciones. Porque el vecino es maricón. Vive solo y no tiene ningún hijo. Por eso tiene un perro.

 No sé cómo logré esquivar el fuerte incendio en primer término, tras derribar la verja con el automóvil. Ya dentro de la casa, envuelto en humo, creí oir los gritos de horror de muchas voces. Pero cuando estoy "puesto" suelo escuchar cosas así en mi cabeza. Creo que la droga misma me ayudó a no pensar mucho en lo que hacía… Así que no pudieron detenerme la asfixia ni las llamas. Porque el fuego era real, aunque lo nieguen todos. El calor era real también… Subí deprisa la escalera, cegado por el humo pero guiado por mi cicatriz. Y allí la vi por fin, en carne y hueso. Envuelta en una manta y cercada por la creciente amenaza. Y ella me vio a mí. Y me miró raro, al principio… como si le impactase mi aspecto, mucho más incluso que verme aparecer allí de súbito para rescatarla... No sé por qué le chocó eso. Yo solo llevaba una cazadora militar sobre mi camiseta negra de Led Zeppelin. La del concierto en el Garden. La típica, en la que figura dibujado un hombre atlético con dos enormes alas desplegadas. Vestía yo también unos pantalones vaqueros con rotos de adorno. Zapatillas Nike gastadas de verdad y una gorra de hockey, eso es todo. O más o menos era así, porque siempre visto parecido. Informal y ecléctico, como casi todos en el barrio, ya sean cuerdos o locos. Salvo los maricas como mi vecino, que esos visten jersey de punto y corbata hasta en verano...

La cría abandonó la manta, y se me abrazó enseguida, confiada. La cargué fácil, porque no pesaba gran cosa. Poco más que un perro chico... Como si hubiera pasado toda el hambre del mundo en su escasa década de vida. No había tiempo para reflexionar en el incendio. Y yo estaba más colocado que una mona. Pero recuerdo que pensé que quizá el hijoputa del vecino la había secuestrado allí, matándola de hambre. No será el primero que le hace algo parecido a una criatura. Y para esos casos, también me sirve mi navaja…

Apreté la mandíbula, centrándome en la urgencia, y saqué a la cría de allí cagando leches. Una vez los dos a salvo ya en la calle, ella me dijo que se llamaba Lucía. «Lucy» -traduje su nombre al inglés- «Lucy in the Sky with Diamonds, como los Beatles», le solté con sorna, para aliviarla algo del susto. El puto LSD ¿comprenden?. Solté una carcajada irónica. A veces me río solo, sin venir a cuento. Les recuerdo que estoy loco. Y me río más cuando soy más hijoputa. Como cuando degollé al chucho maricón que me atacó primero -aunque él se lo buscó-; o cuando atormentaba luego con aquel silbato a cada perro que me cruzaba por la calle por simple diversión, como ya les dije. Me meé de risa con todo eso, lo recuerdo. Soy así de cabrón. Pero esa vez, sólo quise calmar a la chiquilla cuando la dejé en el suelo tras sacarla en brazos de aquel horno...

Aunque ella no entendió de qué coño le estaba hablando yo, con aquello de los Beatles. De modo que tampoco quise hablarle de Led Zeppelin, cuando se fijó en mi camiseta con el hombre alado, sin quitarle ojo... Los críos de hoy no saben una mierda de música, una pena. Lucy seguía seria y extrañada, sin quitar la vista de mi ropa y en silencio, como cuando aparecí en el ático. Su vestimenta propia era sencilla, por cierto. Un simple vestido de algodón sin filigrana alguna, que le venía pequeño y se le pegaba al cuerpo escuálido. Las alpargatas de fieltro las perdió en la huida. Y para consolarla y que la pobre tuviera algún adorno, colgué mi silbato para perros de su cuello...

Y entonces, cuando le quise apartar un mechón castaño que se le desparramaba por la frente, escuché una risa a mi espalda. Miré atrás por instinto, solo un segundo. Pero al volver la vista a Lucy, ella ya no estaba allí…

Quien se había reído era el bujarrón del vecino, que estaba acuclillado allí abrazando con devoción a su perro, como si lo fuese a sodomizar de un momento a otro el subnormal. Me miraba sarcástico y compasivo al mismo tiempo (¡él a mí!), con un aire de estúpida condescendencia. Y un policía más maricón que él aún, se descojonó a mi costa mientras extendía una cinta de plástico para alejar a los curiosos de la grotesca escena, con mi automóvil estrellado contra el portón de hierro. El de la ambulancia quiso ser neutral, en cambio, y reprimió la burla un poco, mientras me subía en su vehículo.

Aunque resultó más agradable que los otros en principio, el tío era el más marica de todos, créanme. Y yo odio a los maricas. Más incluso que a los perros. Éste, para colmo, me recordó al puto peluche al que le tajé el cuello de crío, con su permanente afro y sus mejillas prominentes. Y habría querido hacer lo propio con él allí mismo también, usando mi navaja. O arrancarle una mejilla de un mordisco, para dejarle una bonita cicatriz como la mía. Y les juro que lo habría hecho si me hubiera podido mover bien… Me jodió mucho que me amarrase tan fuerte a la camilla, pese a que yo me había mostrado dócil todo el tiempo -no les miento- igual que un perro bueno:

«La liaste parda, Supermán. Te vas a hacer famoso en Internet», me dijo con retranca, antes de inyectarme algo que me dejó dormido en un instante.

Ahora sueño despierto con esos cabellos marrones. Con esos ojos absortos en los que resplandecían las llamaradas del incendio igual que hilos dorados. Tan delgada, mi pequeña Lucy…tan ligera y tan viva… Pero tan ajena a este espacio y este tiempo nuestro, ahora que pienso bien en ello estando sobrio… Me inquieta ese recuerdo y, a la vez, me reconforta en mi locura. Me devuelve un poco el calor amable de la infancia, perdido para siempre.

Pagué la verja del vecino, la que destrocé con mi automóvil. Yo siempre pago. Y hago pagar también a los demás, cuando hace falta. Tengo mi navaja para eso. 

La verja del vecino... La del mismo solar, por cierto, en el que, en el primer día de noviembre de hace justo un siglo y medio, la madre de una familia de inmigrantes italianos asaba, como humilde almuerzo, unas simples castañas en una estufa de carbón del piso bajo, para alimentar con ello a toda la familia. Cuando se produjo un fulminante incendio, que devoró, raudo, el precario inmueble de madera que ocupaba aquel terreno por entonces. Murieron carbonizados todos. Todos...salvo una escuálida niña de diez años que se amodorraba, débil por el hambre, en un catre del ático de la vivienda, envuelta en una manta para soportar el frío. Pero le llegó pronto el calor a los talones. El calor más voraz posible... Y ella apareció después indemne fuera, a pocos metros de los escombros humeantes. Descalza y con un silbato dorado colgando de su cuello. Sin que nadie lograse comprender cómo había podido huir sola del infierno. Aunque la escucharon murmurar “me salvó un ángel”, confusa por el trauma mientras acariciaba el amuleto.

O eso es lo que soñé cuando dormía en la ambulancia. La sirena sonaba más aguda que un silbato. Y acabó por despertarme, cuando ya llegaba al hospital.

Así que tampoco me hagan mucho caso. Ya les he dicho que estoy loco.









© Bonifacio Álvarez

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