Novela ficticia dentro de una ficción verdadera... |
SÍ PUEDEN
«Pero, ¿para qué diré
más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí!
¡Mañana estaré libre!
Pero, ¿dónde?»
Edgar Allan Poe. El
demonio de la perversidad.
En épocas pretéritas, muchas mujeres habían
tenido que usar un sobrenombre masculino para poder publicar su obra literaria.
En un entorno machista asfixiante, que ni siquiera permitía que ellas trabajasen
fuera de casa o administrasen sus propiedades en persona. Ahora él, Eduardo
Cornejo, tenía que usar, irónicamente, un pseudónimo femenino como escritor de
novelas románticas para mujeres, en plena era de la teórica igualdad entre
ambos sexos (en el contexto occidental, al menos). Su amistad con el editor, le
había procurado ese trabajo alimenticio, que detestaba. Pero no podía renunciar
a él…
Lejos quedaron sus sueños de ser alguien en el
mundo de las letras. Se le echó el tiempo encima, se sentía ya viejo y quemado superada
la cuarentena. Y lo poco que pudo publicar (un par de novelas históricas, un
libro de viajes, otro de poemas, un profuso ensayo académico sobre literatura barroca
y una colección de cuentos humorísticos) apenas tuvo eco positivo: sólo alguna
reseña elogiosa en la prensa local, y algún que otro premio literario menor que
le permitieron, al menos, apuntalar su orgullo un tiempo. Su licenciatura en Historia
Antigua (que le sirvió para darle consistencia a sus novelas de ese género) no
le facilitó ganar una oposición siquiera. Así que terminó buscándose la vida en
todo tipo de trabajos esporádicos ajenos a la literatura… Hasta que llegó el
momento, menos solemne que humillante para él, de sobrevivir gracias a su
pluma. Sin grandes alardes, pero llegando bien a fin de mes. Bajo el pseudónimo
femenino anglófilo de “Laura Patterson”, que su editor le impuso y eligió por
él. Aunque Eduardo Cornejo era hombre y español, y ni siquiera sabía hablar
inglés con soltura.
Sus noveluchas imitaban las estadounidenses
del género, incluido el contexto y los lugares comunes. Estaban escritas sin
motivación ni pulcritud alguna, y se vendían en España e Hispanoamérica sobre
todo. Pero también en los EEUU que las habían inspirado, y de las cuales eran
un simple pastiche. Traducidas chapuceramente al inglés por un empleado de la
editorial tan desmotivado y poco escrupuloso en su trabajo como el propio autor.
A Eduardo, el escritor, le quedaba el desahogo
de escupir metafóricamente en la bebida de su jefe tiránico, que le presionaba
para producir un estereotipado melodrama pasional cada dos meses. Y a veces uno
al mes, incluso. Su modo particular de vengarse del editor y su acuciante exigencia,
consistía en meter “morcillas” incongruentes en su ingrato trabajo: localizaciones
geográficas inventadas, anacronismos históricos flagrantes, deus ex machina
inverosímiles metidos con calzador en la trama… Todo eso saturaba (volviéndolos
todavía más mediocres y absurdos) los adocenados folletines sensibleros y
melodramáticos que le presionaban para perpetrar en tiempo récord.
Pese a dicho placer morboso al enturbiar
adrede su trabajo, sufría él lo indecible por tener que vomitarlo en el papel.
Y cada vez que entregaba el manuscrito final, se sentía doblemente sucio. Como
si se hubiese traicionado a sí mismo, y no a sus potenciales víctimas, siempre
mujeres. De mediana edad todas ellas, y nula experiencia lectora fuera de los
folletines y los magacines de cotilleos. De hecho, podía volcar casi cualquier
cosa en sus escritos sin que ellas notasen nada raro, y sin que a nadie le
importase, en realidad. Ni siquiera al editor que, en todo caso, le censuraba
cada intento de mejorar la calidad, no de empeorarla. Y lo hacía cuando él
trataba de añadir (sin pretender tampoco nada excelso), algún que otro párrafo
sicológicamente profundo, una trama genuinamente intrigante o alguna vaga
reflexión sociológica o histórica. Lo cual era rechazado siempre,
invariablemente. El cliché plano era la norma, y salirse de él haría caer las
ventas en picado...
Así que el autor terminó por no esforzarse en
añadir ninguna pincelada digna a sus insulsos melodramas, si quería seguir
pagando las facturas. Ajustándose de manera estricta, como si fuese una
penitencia, al dudoso gusto de las anónimas lectoras femeninas que le
alimentaban. Y que esperaban justo eso: vulgares dramones de final feliz y romanticismo empalagoso. No necesariamente
verosímiles o coherentemente ambientados. Escritos todos según un fijo formulario
efectista, que fuesen fáciles de digerir sin esfuerzo intelectual ni
implicación emocional genuina tampoco. Ellas compraban la literatura que
deseaban hojear para retroalimentar su necesidad de un melodrama frío, sin
complicaciones. Y sin pasión genuina, aunque lo pasional estereotipado se
imponía siempre en las portadas rococó peripatéticas, y en los epatantes
títulos en tipografía cursi y dorada de los adocenados folletines vendidos en
los kioscos.
Lo que buscaban, finalmente, las lectoras de aquel
engendro editorial, era calmar su ansia irracional de desahogo emocional frívolo,
superficial y pasajero. De distante sufrimiento frío al leer el drama, que les
era ajeno y olvidaban enseguida. Sin legítima catarsis viable alguna que
dignificase aquellas páginas, lastradas por el previsible devenir de las
atolondradas heroínas emperifolladas y encandiladas por sus siempre vanidosos
amantes. Cuyo musculoso tórax reventaba invariablemente la pechera de los impecables
uniformes con los que se pavoneaban en la cubierta de los pastiches librescos
de papel barato. Llenos éstos de almibarados colorines de acuarela en los personajes
de portada. Y adornados también allí, en la cubierta, con falsos sellos de
calidad y récord de ventas inventados. Además de ficticios elogios
entrecomillados de supuestos críticos de diarios igual de inexistentes, cuyos
nombres improvisaba el editor abriendo al azar un viejo listín telefónico en
desuso.
El último bodrio de Eduardo Cornejo (alias
“Laura Patterson”) fue un folletín titulado “¡No sé cómo amarle!”. Se trataba de
la rebuscada historia de la hija de un viudo terrateniente confederado en el
ocaso de la guerra civil estadounidense. Enamorada ella de un apuesto desertor federal
en territorio enemigo: ludópata, alcohólico y caza-fortunas éste, que malvivía
del contrabando de mosquetes. Y que fingía ser un rico heredero del Sur
(también ante sus padres) para conquistarla y mejorar su suerte. Pretendía ser
un espía en territorio enemigo que había huido de allí al ser descubierto, en
vez de un desertor. Era esa su improvisada forma de justificar ante su amada el
uniforme yanqui, cuando ésta le descubría oculto en las caballerizas de la
hacienda familiar donde coincidían la vez primera, al acudir ella allí a
acicalar a su caballo. Y entonces, lejos de alarmarse y pedir ayuda, ella se
quedaba embobada y perdidamente enamorada de él por las buenas.
Hasta que terminaba por descubrir el pastel. Pero,
en vez de delatar al enemigo y mentiroso en plena guerra (o rechazarle amorosamente,
al menos), se mantenía absurdamente prendada de su halo de virilidad magnética.
Así que se enamoraba de él aún más que antes. Le protegía y ocultaba del
peligro en el granero del rancho paterno, más mullido y habitable que el
establo. Y llegaba a vender a hurtadillas joyas y propiedades familiares, incluso.
Para financiar las correrías y apuestas de su seductor amante sinvergüenza. Que
la llenaba de promesas vanas tras haberse pagado, finalmente, con su ingenua
ayuda, un cómodo hotel en la ciudad que mejoró el granero bastante... En cuya
ciudad él dilapidaba todo el donativo luego, entre prostíbulos, casinos y
tabernas. Al final, ella le afeaba su vida licenciosa, pero sin demasiada
convicción. Hecha un pueril lío de sentimientos contradictorios. Enamorada del
enemigo al que odiaba como tal también. Pero con la esperanza de redimir alguna
vez al hombre al mismo tiempo. Y domesticar el irreductible corazón de crápula que
latía bajo el bien planchado uniforme unionista de él. Con el que, tras un
breve lapso de ocultamiento en casa de ella en un principio, se paseaba él
luego alegremente por ahí durante toda la novela, tan fresco pese a estar en
territorio hostil en plena guerra.
La cosa terminaba en un cliché turbulento. Con
el padre y el amante batiéndose en duelo con las pistolas que había inutilizado
ella previamente, de manera salvífica. Y reconciliados luego ambos rudos
hombres finalmente. Cuando el tarambana vividor salvaba los valiosos caballos
del terrateniente de un incendio en los establos. Causado éste por los propios
amantes, en un rifirrafe vagamente erótico en el mismo establo donde se
conocieron. Debido al caro puro habano —financiado por ella— que él fumaba indolentemente
allí entre un montón de paja, prendiendo una chispa accidentalmente. Mientras
ella jugaba a ensortijar el vello que asomaba de su abierta pechera, canónica
en el género. Entre asalto y asalto mutuo pasional explícito apenas, sugerido vagamente
con relamidas metáforas.
Con lo de los caballos, él se ganaba el favor
del padre de la ñoña heroína definitivamente, como potencial yerno suyo. Pero
sin que el futuro suegro cejase por ello en su triste obligación de delatarle
como enemigo de la Confederación, por patriotismo… Aquel era el momento cumbre
y solemne del drama: el terrateniente, a su pesar, cumplía con su deber
patriótico de dar aviso a las autoridades sobre la presencia del intruso de
otro bando. Pero cuando ya acudían a la casa a capturarle, el padre descubría,
gracias a sus influencias, que estaba a punto de decretarse el final de la
guerra. Así, de un día para otro. De modo que los tres: padre, hija y desertor
se confabulaban para deshacerse de los integrantes de la guardia enviada para prender
al (todavía) enemigo del Sur: emborrachándoles, golpeándoles y encerrándoles en
un enorme armario, como en un vodevil barato. Y ello pese a que los sudistas de
ese estado, habían sufrido en teoría ya hacía tiempo la derrota que se iba a
decretar oficialmente. Y debían estar más en plan de retirada con los bártulos
al hombro (por coherencia histórica), que de acudir chulescamente a detener a
nadie cuando acababan de perder la guerra.
Como colofón melifluo a tanto disparate, suegro
y yerno colaboraban codo con codo para ayudar a parir a una yegua en el
establo, en la escena final de la novela. Convertidos sin más en uña y carne de
un día para otro ya en pleno armisticio, aunque el yerno le había dilapidado al
suegro media hacienda en tiempo récord en toda clase de vicios…
Y tras el feliz parto de la cría,
la novia enrojecía hasta las orejas. Y declaraba a ambos hombres un secreto
íntimo, de una forma estrambótica:
«—Es un hermoso potro. Será un
gran semental —Dijo, orgulloso, el hacendado Rhett Stilton, dueño de la yegua y
de aquellos vastos dominios.
»—Si es niño, sí que lo será… como
su padre —Le sorprendió su hija Melanie Olivia, confesando su propio estado de
buena esperanza con aquel doble sentido. Y acto seguido, se abrazó al gallardo
cuerpo de su prometido Clark Butler, rota en lágrimas…»
Tras
concluir ese último y desopilante párrafo, Eduardo Cornejo reprimió las ganas
de vomitar, en vez del llanto. Odió como nunca a Laura Patterson, harto de
tener que ponerse su polvorienta peluca por necesidad alimenticia. Para colmo
de humillación, entre sus obligaciones por contrato estaba la de atender en
Internet la web de Laura, la escritora ficticia, y hacerse pasar por mujer allí
también. Participaban en el foro de la página las lectoras de culebrón más
recalcitrantes, que hablaban de todo menos de literatura en él. Cuando añadió
el punto final a “No sé cómo amarle” (que, más que un punto, fue una bala certera
en su propia sien), se consoló con haberle puesto, al menos, un título decente
a la empalagosa novelilla, inspirado en el de una bonita canción clásica… Y abrió la
web como hacía siempre: con una mezcla de desidia rutinaria e inercia morbosa.
Había un chat en vivo, donde las seguidoras de Laura Patterson estaban
discutiendo sobre batidos dietéticos. Saludó cordialmente y, pese a ser la
estrella, tampoco le hicieron mucho caso. Al rato de estar allí, una
participante se dignó a preguntarle a Laura (o sea: a él) si saldría pronto una
nueva novela. Y cuando él (o sea, Laura) iba a contestarle afirmativamente con
desgana, apareció un ángel…
Hacía tiempo que no la veía asomarse. Se hacía
notar bajo el pseudónimo de “Amazona19”, indicando su edad y su carácter libérrimo.
Acorde con su juventud, ella no se preocupaba mucho de guardar las formas. Era
irreverente y divertida. Cruel pero sincera. Inteligente pero libre, sin atarse
a ningún dogma. En definitiva, un soplo de aire fresco en aquel mundo de
maduras amas de casa de desahogada economía, escasas luces y demasiado tiempo
libre. Que usaban el portal en Internet de Laura Patterson para compartir sus
menudencias personales y sus recetas de cocina, y lamerse los rasguños de sus
aburridas biografías.
Ella era la hija de una de ellas, en realidad.
Y entraba allí para divertirse a su costa (y a la de sus amigas virtuales) sin
ser reconocida. Lo hacía de vez en cuando. Y gozaba como un trol haciéndolas
rabiar a todas (a su madre incluida) manipulando sus emociones fácilmente. Y
confundiendo sus aletargados cerebros con su malicia y ocurrente descaro. Y con
su precoz sabiduría y cultura también, que usaba para ponerlas a ellas y a su
indocumentada superficialidad en un continuo brete… Aunque se aburría pronto de
hacer eso. Y las dejaba hablando solas al final, tras hacer mutis por sorpresa dejando
como despedida un exabrupto o una obscenidad cualquiera de regalo...
Eso último tan extemporáneo, era lo que a él
más le divertía. Y poco a poco, inconscientemente, se acabó enamorando de ella
en silencio… Solía pensar lo divertido que habría sido declararse a la muchacha
como Laura Patterson en la ventana virtual del chat. Creando allí, con ella,
una escena lésbica que jamás habría podido plasmar en sus mojigatas novelas,
donde la idealización del patriarcado era la norma. Divertido, sí… y morboso
también. Porque la avispada amazona (al contrario que las mujercillas del foro)
descubrió pronto que él era hombre y no mujer. Y se lo dejó caer con sutileza a
él sin delatarle, y sin que las demás notaran nada, en su inopia… Desde
entonces se dedicaban guiños, pero nada más allá de una amistad sincera. Aunque
él la amaba en silencio, sin que ella lo notase en apariencia. Y soñaba con
romper con ella el hielo de una vez por todas, aunque siempre se contuvo. Él
era un frustrado hombre maduro, separado y sin descendencia. Y ella una cría de
diecinueve años que podría ser su hija y que tenía toda la vida por delante...
Eso sí habría sido un escándalo de novelón, y él no tenía el valor para exponer
sus sentimientos sin más, en cualquier caso. De modo que se limitó a soñar con
ella. Pensaba en la Lolita de Nabokov, cuando fantaseaba con la joven amazona y
él viajando en automóvil juntos y conviviendo en hoteles, como en la novela. Se
preguntaba cuál sería el nombre real de ella. Y también meditaba sobre la mencionada
obra y su autor… Él no era Nabokov, ni mucho menos. Sólo era un fabricante de
pastiches sin dignidad ni nombre propio, grotescamente travestido en escritora
romántica. E incapaz de escribir una obra de éxito como la del escritor de
origen ruso… o sin tiempo ni fuerzas para hacerlo ya.
Cuando el bodrio titulado “No sé cómo amarle”
estuvo ya en su punto de venta habitual en supermercados y kioscos a ambos
lados del océano, lo vio de refilón en uno de estos últimos, cuando fue allí por
el periódico como cada mañana. Se fijó primero en la caligrafía estilizada con
el autor ficticio “Laura Patterson”. Luego vio el título y, para su pasmo
(aunque tampoco era la primera vez) reparó en que, en la portada, el héroe y la
heroína iban ataviados con vestimenta medieval, sin relación alguna con la Guerra
de Secesión estadounidense en la que se ubicaba la historia. Seguramente habían
decidido reciclar una cubierta antigua de otro engendro cualquiera de
resonancia artúrica, para abaratar costes. Un anacronismo más, que a nadie iba
a importarle… Tras la relativa sorpresa, se sonrió con sarcasmo. Aunque sintió
vergüenza ajena y propia. Pagó el periódico en el kiosco, adosado éste al muro
de un polideportivo en el que él solía practicar atletismo cuando era un
adolescente enérgico. Y comenzó a caminar ahora por la acera, haciendo un
ejercicio sano pero más pausado… Era un despejado día de primavera. Un día
perfecto, luminoso. Respiró hondo y pensó en la amazona… ¿Cuál sería su nombre? ¿Dónde viviría? En
Internet uno podía estar hablando con un esquimal desde Australia, y viceversa.
Sólo sabía que, allí donde estuviese, ella era un ser noble y hermoso, aunque
jamás había podido ver su rostro…
El buen tiempo no bastó para animarle, al
final. Apenas dio unos pasos con el diario bajo el brazo, sintió como nunca
todo el peso de la frustración y el fracaso absolutos. Su vida había sido y era
un desastre completo. Hizo balance de todo en un segundo, a la velocidad de un
relámpago. Como si estuviera a punto de morir, aunque sí moría por dentro…
Recordó una frase de las que solía escribir como parte de un inédito libro
propio de aforismos. Demasiado sesudos estos para que su editor les endilgase
una portada cursi al azar, y los pusiese a la venta en un tenderete para solaz
de cincuentonas aburridas:
«El mayor miedo de un obrero,
es que no le paguen. El mayor miedo de un artista, es usar el cielo como lienzo
y que nadie mire arriba»
La frase definía perfectamente su impotencia. Había
tocado fondo, definitivamente. Ya jamás sería un hombre feliz, era muy tarde. Y
ni su nombre propio ni sus escritos perdurarían ni tendrían nunca trascendencia
alguna, para inmortalizarle al menos como autor ya que había fracasado como ser
humano. Su mediocre labor de junta letras travestido, no dejaría ni una sola página
para la posteridad, que le ignoraría tanto a él como al artificioso sobrenombre
de Laura Patterson, que le pesaba como un patético lastre…
Deseó que el mundo se acabara en ese instante,
para dejar de sufrir por todo eso. Y entonces escuchó un crujiente ruido atronador,
y sintió una vibración profunda que lo conmovió todo en torno suyo. Cual si la idílica
cúpula azul primaveral se desgarrase de repente en dos, como una tela. Miró
arriba por instinto, pensando en un avión a punto de estrellarse, o un satélite
perdido. Vio un cegador destello anaranjado, entonces. Y ya jamás volvió a ver
nada.
*
* *
Los más fuertes y jóvenes, se
movían rápido en pequeños grupos, buscando restos de comida y cualquier cosa
útil entre las ruinas. Era peligroso hacerlo, y el aire resultaba tóxico tras
el cataclismo. Llevaban una reserva de agua cada uno, para sobrevivir a la
excursión lejos del refugio. Procedente ésta de la piscina cubierta del
polideportivo semiderruido donde malvivían los doscientos únicos supervivientes
de la ciudad... y del planeta en realidad, aunque ellos ignoraban ese dramático
extremo. Entre los cascotes, buscaban lo que fuera para la incierta supervivencia
del grupo. Encenagados en el lodo de una masa heterogénea informe, parcialmente
calcinada, que dificultaba el avance allí donde no había ruinas. De vez en
cuando la tierra escupía chorros de vapor violeta, como hediondos géiseres. Todo
se había vuelto un desierto ceniciento en sólo un par de días después de la
catástrofe. Salvo un área circular de cien kilómetros exactos de diámetro en
torno al polideportivo, en la zona norte de la urbe reducida a polvo y lava.
Cuya área, aunque en ruinas, se había mantenido relativamente salva y habitable
por algún raro motivo, como una agrietada esfera de cemento semienterrada en el
fino polvo de un desierto... Aunque el aire era difícil de respirar allí, y la
atmósfera enrarecida dejaba en la boca un sabor metálico amargo. Arriba, el sol
se podía mirar directamente sin dañar los ojos. Pues se intuía apenas como una
mancha sepia desvaída, oculta detrás de un manto opaco caliginoso que envolvía
todo en una penumbra perpetua. La noche era medianamente luminosa, igual que el
día, envuelta en una leve fosforescencia color plomo.
La reserva única de agua acumulada en la
piscina era poca y de potabilidad dudosa. Pero lo más probable era que el aire tóxico
y el hambre les matasen a todos antes de que lograsen agotar ese recurso. El
vaho ponzoñoso empezaba a enfermar en serio a los más débiles y malheridos. Y
además, estaba la amenaza de los ladrones de agua, que buscaban el oasis del
polideportivo y la piscina desesperadamente.
Los ladrones pertenecían a uno de esos grupos paramilitares relativamente
paranoicos, que se habían entrenado y avituallado para sobrevivir en un búnker
en el hipotético caso de un apocalipsis. Cuando éste se produjo de verdad, el subterráneo
grande en el que se atrincheraron quedó sepultado, y sólo algunos pudieron huir vivos de
él. Los que lo lograron, rescataron luego de un zulo adyacente el equipo de
camuflaje, máscaras de gas, cuchillos, armas de fuego con su munición y algunas
latas de comida. Pero les faltaba el agua, y empezó la cacería. Eran veinte
adultos muy bien equipados, que asesinaban sin piedad a los indefensos buscadores
para quitarles la reserva. O les dejaban morir en el barro tóxico después de
haberles torturado para que les indicasen el camino hasta la fuente… El búnker
destruido desde el que partieron, estaba a cincuenta kilómetros al sur de la
piscina, casi fuera del círculo salvífico que tenía el polideportivo que la
albergaba como centro aproximado. Lentamente y en zigzag, pero de forma inexorable,
fueron avanzando a pie en dirección a la piscina, salvando todo tipo de ruinas
y obstáculos. Cuanto más avanzaban hacia el objetivo, el aire se hacía algo
menos denso. Y el entorno se mostraba sutilmente menos devastado, aunque era
caótico igualmente y estaba lleno de cadáveres… Esa leve diferencia, les servía
también para guiarse un poco. Pero, cuando estaban ya a solo diez kilómetros
del ansiado destino, se desorientaron de repente.
Frente a una torre de despojos al pie del
esqueleto de acero de una estación de tren, que conservaba aún el inmóvil reloj
en su cúspide, varias figuras humanas de ropa desgarrada, piel sucia, y llenas
de arañazos, husmeaban literalmente por comida. Las figuras huyeron por
instinto, como ratas sorprendidas rapiñando. Al ver venir hacia ellas aquella
expedición armada, con su ropa de camuflaje y máscaras de gas. Pero tuvieron
tiempo de apresar a una de las ratas, que les rogó entre lágrimas y con
aspavientos de terror que no le hicieran daño alguno. Muy sumisa, prometió
indicarles el camino exacto hasta la fuente de agua, asegurándoles que estaba
muy cerca de allí. Así que les sirvió de guía, conduciéndoles en dirección
oeste desde el punto en el que estaban. Era una gran zona boscosa, pero no
había un solo árbol en pie. Avanzaron con gran dificultad, entre murallas de
ramajes secos, montañas de tierra y polvo, riachuelos de lava pestilente y
yacentes troncos calcinados. Recorrieron veinticinco kilómetros en doce horas,
a menos de la mitad de la velocidad normal a pie de un ser humano. Y llegaron finalmente
al borde de un gran declive en el terreno, en el que terminaba la calcinada
arboleda. Vieron allí los restos de una autocaravana familiar, reducida a un
amasijo de hierros retorcidos en la falda del declive. Y comprobaron que, más
abajo a sus pies, se abría un vasto valle cubierto de ceniza, por el que tan
sólo dos días antes había discurrido un cristalino río libremente. Pero ya no
había rastro alguno de agua allí, tan sólo polvo rojo y piedras en toda la
extensa planicie. Y quien les había guiado intencionadamente hasta ese punto
estéril, lo sabía bien…
Allí, en el llano yermo, había estado su casa,
en un lujoso barrio residencial de chalets del que sólo se intuía la cuadrícula
en el suelo. Y del que ella parecía ser la única superviviente, además. La
catástrofe la pilló fuera del valle, haciendo senderismo sobre su caballo. Rodeando,
al hacerlo, el arrasado bosque que acababan de cruzar. Cuyos árboles, erguidos todavía
entonces, le habían servido de barrera.
El animal murió en el acto, impactado por la lluvia de polvo incandescente y escombros
que atravesó la arboleda igual que una lluvia de flechas, haciendo estragos en la
misma. Y la amazona se salvó por muy poco, tras caer de su montura. Y usó el propio
cuerpo muerto del caballo como muro contra la nube ardiente de deshechos, que
tardó un rato largo en ceder.
Todo el
daño que sufrió de ese percance, fue torcerse un tobillo cuando la tumbó el
caballo. Y ahora ella intentó huir cojeando cuando el engaño fue evidente,
aprovechando la confusión de los demás al encarar el punto muerto. Pero se lo
impidió un tiro certero en la espalda… Mordió el polvo, y el líder de la
expedición se acercó y se agachó pistola en mano junto a la mujer joven herida gravemente:
—Eres una hija de puta con
cojones —dijo en tono áspero, tras quitarse la máscara de gas un segundo, para
poder hablar bien—: ¿Cómo te llamas?
—Laura. Laura Patterson —Ella
optó por el anonimato y la ironía al mismo tiempo, cuando respondió eso a duras
penas, rota de dolor por el disparo. Quiso morir riéndose de todo, tal como
siempre había vivido.
—Adiós, Laura —El líder la acribilló
con la pistola, para desahogar su ira. Y con tanto impacto, salió disparado un colgante
del cuello de la joven...
El grupo terminó de maldecir a la burlesca amazona,
que les había hecho perder adrede un día entero. Ahora tendrían que rehacer
pacientemente la difícil marcha, esta vez en dirección oriental, volviendo en
diagonal sobre sus propios pasos. Dieron la espalda al pulverizado valle sin
perder más tiempo, esquivando el bosque en lo posible. Y el guardián del mito
esperó a que se alejasen lo bastante. Para poder salir de su escondite detrás
del último árbol en pie, después de haberlo espiado todo desde allí… Llevada
dos días comiendo hojas secas e insectos. Y ahora cerró, con delicadeza, los
párpados de la heroína muerta. Miró un segundo la caravana calcinada, con los
ojos fijos... Y rescató luego del polvo el colgante de plata, que representaba una
afilada hacha de guerra. Con la palabra “amazona” grabada en su base. Y coronada
por una “p” mayúscula en honor a la reina Pentesilea, aunque el guardián
desconocía ese detalle… Se lo colgó de su propio cuello, y siguió las huellas
de la expedición discretamente. Había sido testigo de la dimensión de la
crueldad que se gastaban. Pero sabía que, siguiéndoles, él también encontraría
el agua.
La diagonal les permitió acortar un poco el
camino de regreso a la estación en ruinas, con el guardián del mito a su estela…
Y una vez que volvieron al punto de partida tras la burla, los veinte de la
expedición emprendieron la ruta hacia el norte, esta vez en la dirección
correcta.
Entre tanto, en el polideportivo, las cosas no
iban bien. En las últimas horas, habían muerto quince de los doscientos
supervivientes, entre la asfixia, las heridas y la escasez de víveres. El
resto, se turnaba para pernoctar en el interior del edificio en ruinas, con buena
parte de la techumbre derruida y el interior lleno de escombros. Sólo cabían
dentro unos cincuenta a la vez, de los que estaban sanos. Y cuando les tocaba
el turno, compartían cobijo nocturno con los heridos, enfermos y ancianos que
permanecían, ellos sí, en resguardo todo el tiempo. A los niños en buen estado
físico (unos cuarenta) se les dejaba dormir siempre bajo techo. Y el resto de
adultos aguantaban como podían al socaire. Juntando bien sus cuerpos para
calentarse, cuando la temperatura nocturna empezaba a descender bruscamente de
noche. Y de día también, al final…
En la turbia penumbra diurna, a la que no se
terminaban de acostumbrar sus ojos resecos, el profesor de arquitectura Claude Ronchamp
estaba haciendo su ronda matinal del tercer día tras el cataclismo. Se
aseguraba de que el dañado esqueleto del polideportivo resistiese bien por
fuera y dentro. Igual que el suyo propio, lleno éste de magulladuras y con
algún hueso quebrado… Cuando comprobaba la solidez de un contrafuerte externo,
encontró un bulto de papel encajado y semienterrado entre baldosas rotas. Era
una vulgar novela romántica de kiosco, pero para él fue un hallazgo
valiosísimo. Un último resto de cultura humana en el ubicuo y calcinado
apocalipsis que, intuía, había sido global y no tenía ya remedio… Le había dado
tiempo de asistir al caos en vivo doblemente. En la pantalla de un televisor
primero, y enseguida en carne propia. Cuando sucedió todo, él estaba sentado cómodamente
a la mesa junto a su esposa embarazada de cinco meses, sintonizando por
satélite un canal de Francia, su país. Se encontraban de visita en tierra
extraña y con todos los gastos pagados. Para que él recibiera un doctorado de
honor en una importante universidad local. Y diese, de paso, una conferencia de
agradecimiento en el paraninfo, acerca de Le Corbusier. Él estaba repasando las
notas del discurso, mientras desayunaban ambos relajadamente en la suite de
lujo del hotel, antes de acudir al evento. Y lo que pudieron ver los dos entonces,
fue una pesadilla nada idílica…
La emisión normal se interrumpió de pronto, y
en la pantalla apareció un traumatizado reportero que temblaba y tartamudeaba
desde la azotea de la misma estación televisora, mencionando atropelladamente una
lejana catástrofe en Oceanía. Y tanto el profesor Ronchamp como su esposa creyeron
estar viendo una película de ficción, entonces. Cuando el periodista arrojó el
micrófono, derrotado, frente a la temblorosa cámara, y se sentó en el suelo a
llorar como un chiquillo. Mientras se podía ver en el horizonte cómo la torre
Eiffel se retorcía y derretía como un helado por su base. Antes de ser
embestida y engullida por un tsunami de polvo de roca incandescente, semejante
a un gigantesco océano de lava.
La imagen espantosa se esfumó junto a la red
eléctrica. Y el hotel se llenó de gritos de pánico. Al mismo tiempo, se escuchó
el fragor de un objeto desgarrando el aire. Por la ventana de la habitación se
filtró una intensa luz naranja. Y todo tembló en una violenta sacudida,
entonces… Ellos salieron a duras penas de los escombros del hotel, junto a
algunos pocos supervivientes más. Su esposa estaba ilesa aunque magullada, pero
él tenía rota la rodilla. Ella era doctora, y se la entablillo como pudo con un
girón de ropa propia y astillas del derrumbe. Él improvisó un bastón de apoyo
para la cojera, con un largo listón de madera obtenido también de los
escombros. Y cuando se refugiaron luego con los demás supervivientes en el
cercano polideportivo, terminó de pulir allí la precaria muleta con una navaja
multiusos que llevaba encima siempre.
Al final quedó bastante ergonómica. Y ahora el
profesor Ronchamp la apoyó en el muro externo dando por concluida la
comprobación del edificio. Y se sentó en el suelo descansando la espalda en la
pared, para hojear su hallazgo libresco a la luz de la penumbra química perenne,
con una agridulce inocencia. Una lágrima rodó por su mejilla cuando fue pasando
páginas, sin atender mucho a la tosca narración concreta que se plasmaba en
ellas. Pensando sólo en toda la riqueza de significados que aquella insulsa y
artificiosa historia adquiría ahora de repente. Razonó que, si de veras el
planeta entero había sucumbido a la hecatombe como sospechaba, quizás aquella
era la única referencia documental restante de toda una civilización humana milenaria
que había colapsado de golpe y para siempre.
Entonces, levantó la vista. Y se dio cuenta de
que varios niños le miraban fijamente. Haciendo de tripas corazón, se secó la
lágrima sin intentar disimularla (ya nadie allí disimulaba eso). Y tuvo la
ocurrencia enérgica de improvisar mesas y asientos con tablones y deshechos a
su alcance, con la ayuda de los niños. En poco rato, tuvieron montada una rudimentaria
escuela, a la que pronto se sumaron más chiquillos. Como pizarra, delimitaron
un rectángulo de polvo en el suelo, enmarcado con listones. En el cual el espontáneo
maestro trazaba signos con su propio bastón. El profesor Ronchamp usó también
el melodramático novelón adocenado para enseñar a leer a los más pequeños. Les
sentaba en sus rodillas, e iba pasando páginas con un cuidado escrupuloso, como
haría un estudioso bibliófilo con un códice medieval miniado irremplazable.
Lo más probable era que los niños no llegasen
a crecer jamás. Y que no tuvieran nunca tiempo de dar uso a lo aprendido en
esas horas. Pero, con singular entereza, maestro y alumnos se aferraron al
presente. Olvidando un poco el horror vivido y el amenazante futuro inmediato.
Enfrascados en aquella aula tosca hecha de basura y envuelta en aire tóxico, en
la que la ciencia y el tesón humanos se negaban a tirar la toalla…
A la mañana del cuarto día desde la hecatombe,
todos los niños supervivientes de diversas edades que se podían mantener en
pie, asistían ya a la escuela de Ronchamp al aire libre. La mejoraron un poco
con detalles, como un par de polvorientas colchonetas que permitieron que se
acomodasen en ellas incluso algunos de los niños físicamente peor parados,
también. Las encontraron entre los escombros interiores del polideportivo.
Junto a una dura pelota de gimnasia rítmica color verde, que el ocurrente
profesor talló pacientemente con su navaja. Para convertirla en un globo
terráqueo de goma, y que aquello terminase de parecer una escuela de verdad…
Grabando en ella, de memoria, el contorno convencional de los continentes que —sospechaba—
habían perdido ya su silueta distinguible…
Su esposa embarazada asistía a los heridos, como médico que era. Y de
vez en cuando le echaba a él una mirada. Para comprobar el estado de su
maltrecha rodilla de un vistazo. Y de paso observar, con tierna admiración,
cómo se afanaba él en educar a los críos sin rendirse en ese infierno... Esa
mañana, cuando asomó la nariz ella, el profesor Ronchamp explicaba a los
chiquillos cómo se podía medir la altura de un edificio como el propio
polideportivo de forma meramente trigonométrica. Sin necesidad de una regla
gigante vertical como creían ellos. Ni tampoco de cualquier sofisticado
artilugio propio de la moderna tecnología, la cual se había convertido en
chatarra inútil de un día para otro, en cualquier caso... Les contó que bastaba
conocer la distancia entre el punto de observación y la base del edificio a
medir. Y calcular, eso sí, el ángulo interno del hipotético triángulo que se
formaba al extender una hipotenusa imaginaria hasta la cima. Luego, sólo había
que aplicar una sencilla fórmula matemática a los datos... Se lo dibujó todo primero
en la pizarra de polvo. Y luego usó un transportador de ángulos y una plomada,
que había fabricado previamente con la variopinta basura disponible allí. Para
hacerles una demostración más práctica de su lección teórica, usando el propio
dintel de entrada al polideportivo (al que se asomó la doctora) como altura a
medir.
Y cuanto estaba embebido en esa explicación en
la puerta, ante la desangelada pero atenta mirada del alumnado infantil —y la
orgullosa de su mujer—, una ráfaga de disparos al aire hizo trizas el momento.
Los críos corrieron al interior del edificio, junto a la doctora embarazada a
la que el profesor empujó dentro también. Y él y los demás adultos de ambos
sexos plantaron cara a los invasores sin demasiada convicción… Pronto se
descubrieron rodeados de individuos bien armados y con máscaras de gas, en
actitud amenazante. Los cuales se habían apostado hábilmente en la noche, envolviendo
el edificio y sorprendiéndoles ahora a todos. El líder se quitó la máscara,
escoltado por dos de sus secuaces. Y se dirigió a Ronchamp, tomándole por
portavoz de los supervivientes al ver cómo éste le encaraba con entereza.
—Hemos visto la piscina. Necesitamos el agua.
Somos veinte y tenemos sed—El líder invasor fue al grano.
—Ayer murieron quince aquí, y
esta mañana otros tres. Casi hacen veinte. Hay agua para todos, mientras dure…
—explicó el arquitecto francés, no muy seguro al decirlo.
—Si somos menos, durará más —Se
sonrió el líder con malicia—; desalojen el lugar o morirán todos. Ustedes son
más, pero nosotros disponemos de munición y agallas. Y les tenemos rodeados…
—No es cuestión de fuerza,
entienda. Podemos ayudarnos todos —El profesor trató de ser conciliador, pero
con la voz firme.
—No tendré más contemplaciones
con civiles —El otro no quiso transigir—; ya hemos perdido un día entero por
culpa de una puta de su grupo. Estamos rotos. No sólo venimos a beber. Venimos a bañarnos en agua —El líder subrayó la última frase e hizo un
gesto convenido. Y sus diecinueve secuaces apuntaron con sus armas a los desprevenidos
supervivientes desde múltiples ángulos, anticipando un fusilamiento.
—¿Por qué hacen esto? ¡Podemos
compartir! —Ronchamp empezó a temblar con la amenaza.
— ¡Desalojen! ¡Dé la orden! —El
líder desenfundó su pistola.
—Yo… no tengo autoridad… —El
arquitecto balbució, y tragó saliva.
—Yo sí la tengo —El líder de los
ladrones de agua quitó el seguro de su arma, dispuesto a asesinar al profesor
como paso previo a una matanza colectiva. Pero no tuvo tiempo de apuntarle a la
cabeza y apretar el gatillo. Pues, cuando iba a hacerlo, su cuerpo sufrió una
sacudida desde la espina dorsal, en ambas direcciones. Su esqueleto se encorvó
y su rostro se transformó radicalmente en un segundo, llenándose de vello. Sus
ojos se hundieron en sus órbitas, su nariz se ensanchó y su boca creció como un
hocico, adquiriendo rasgos simiescos al instante. Sus manos se volvieron muy
gruesas y peludas también. Y dejaron caer la pistola sin llegar a dispararla,
al contraerse… Luego, todo su volumen descendió en escala, cuando su cabeza se
comprimió desarrollando un hocico aún más pronunciado que el del simio. Como el
de la agresiva zarigüeya que se desembarazó, rabiosa, del bulto de ropa militar
en el que quedó hundida en un instante. La cual avanzó luego, amenazante, hacia
el profesor, que se echó atrás por instinto y alzó su bastón para defenderse de
ella… Pero el violento roedor no tuvo tiempo de saltar sobre Ronchamp, como
quería. Convertido en un segundo en una rata, más pequeña, que apenas avanzó unos
pocos pasos. Pues enseguida involucionó en forma de una cucaracha enorme que,
finalmente, quedó volcada boca arriba y se derritió en un charco de agua. El pasmado
profesor se asomó al charco, y vio un pequeño renacuajo agitándose en él. Aunque
enseguida se redujo el renacuajo también, consumiéndose en sí mismo. Y
desapareció en el agua frente a sus asombrados ojos…
Los guardaespaldas del líder sufrieron
instantáneas transformaciones similares, y terminaron reducidos a líquido
también. Al igual que todo el resto del grupo paramilitar que cercaba a los
supervivientes. Sólo quedaron sus ropas amontonadas, y sus armas. Desperdigadas
en los diversos puntos estratégicos desde los que les habían estado encañonando
tan solo un minuto antes.
Entre la tensión y la sorpresa, el grupo que
se había librado de aquella forma singular de la amenaza, se mantuvo un momento
en un shock silencioso, sin saber qué hacer ni cómo interpretar ese fenómeno...
Pero enseguida se escucharon gritos de pánico. Cuando, para asombro de todos
los presentes, la situación se volvió más delirante y peligrosa todavía. En el
momento en que una inverosímil mantis gigantesca con una longitud de diez
metros, saltó desde el techo del polideportivo donde estaba agazapada sin que
la hubiera visto nadie. Dispuesta a adueñarse de la escena, la situación y el
control del lugar en un segundo… El profesor Ronchamp trató de conciliar
deprisa aquella aparición inverosímil —y el fenómeno previo—con su racional
mentalidad científica. Pensó por un instante en alguna extraordinaria mutación
fruto del reciente cataclismo. Pero le pareció ilógico... Aunque tampoco tuvo
tiempo de meditar mucho: del abdomen de la mantis saltaron otras seis
idénticas, cuando ésta levantó un poco las alas que las resguardaban allí. Más
pequeñas todas que la principal, pero muchísimo más grandes que cualquier
insecto conocido de esa especie. Luego, la mantis mayor alzó su abdomen e
inclinó inquisitivamente su cabeza, rodeada por las otras que la imitaron en el
gesto. Observando todas ellas de esa guisa, con aséptica curiosidad, a los asombrados
y atemorizados supervivientes…
Con la impresión, uno de éstos había tomado del
suelo, por instinto, el rifle de uno de los guerrilleros reducidos a un charco,
para defenderse de los insectos gigantescos con él. Pero antes de que tuviese
tiempo de apuntar el arma, una de las mantis pequeñas giró su cabeza hacia él y
entornó los ojos. Y entonces sus manos se encogieron desde sus muñecas, convertidas
en las muy estilizadas de un mapache de largas pezuñas. Similares a las humanas
al fin, pero débiles e inútiles para usar una pesada arma de fuego. Así que el
rifle volvió al suelo por su propio peso. Y el espontáneo dio un aterrorizado
paso atrás, emitiendo un alarido de pánico. Y se quedó mirando con incredulidad
y angustia el grotesco aspecto de sus nuevas manos canijas, alargadas y peludas.
Seis veces más pequeñas éstas que las suyas propias, que se habían
metamorfoseado así para su mal en sólo un literal pestañeo… Eso acabó de
impactar a los presentes. Que se quedaron inmóviles y silenciosos todos, sin
saber qué hacer.
Finalmente, la descomunal mantis mayor —que
ocupaba el centro, y tenía una alzada de casi cuatro metros—, disminuyó rápido de
escala hasta alcanzar la estatura de un humano adulto, muchísimo mayor que el
verdadero insecto, en cualquier caso… Y las seis que la rodeaban aumentaron su
volumen, en cambio, hasta lograr ese mismo estándar humano también,
equiparándose con ella. Cuando ya las siete parecieron iguales en tamaño y
estatura, la del centro abrió la visera de una escafandra en la cabeza de la
mantis, que resultó ser un sofisticado exoesqueleto. Y dejó ver tras la visera
el rostro de un ser antropomorfo, similar a cualquiera de los humanos presentes
allí… Era un hombre dotado de una flemática autoridad, que se limitó a hacerles
una única advertencia ante la que no osó rechistar nadie:
—Mantengan la calma. O serán
todos regresados —dijo. Ese
“regresados” sonó como una palabra un tanto sui géneris. Aunque todo el mundo
allí la entendió bien…
Así que
guardaron el orden, pero muy confusos todos y nerviosos a la expectativa. Conteniendo
el aliento sin saber qué iba a pasarles. Aunque el líder de las mantis bajó la
visera de nuevo, sin más intervención allí ni ceremonia alguna. Y decidió desaparecer,
sin más, en su coraza cibernética de insecto con seis apéndices, que manejaba
con soltura. Seguido por los suyos igual de ágiles que él. El último del grupo,
miró atrás un segundo antes de desaparecer de un salto tras el resto. Y desde
que lo hizo, el de las zarpas de mapache fue recuperando sus manos humanas
progresivamente en las siguientes horas. Aunque mantuvo el denso vello en
ellas, que pareció haber quedado allí como un perenne recordatorio de su
impulso irreflexivo.
Apenas se esfumó la insólita avanzadilla de
insectos mecánicos, el profesor Ronchamp, curioso por naturaleza, fue el
primero en notar que había un inmenso objeto sobre todos ellos. Ninguno lo
había visto ni escuchado acercarse. Lo cual sí era sorprendente, pues resultaba
notable por sus ciclópeas dimensiones que quintuplicaban las del polideportivo en
ruinas que era su refugio en la catástrofe. Aunque, en descargo de los
supervivientes, se trataba de un disco plano transparente y vacío en
apariencia, que no aparentaba más grosor que el de una rueda de bicicleta, pese
a que su diámetro era gigantesco. Era visible ahora gracias a la turbia
penumbra tóxica que se reflejaba en él. Pero tampoco hubiesen podido notar ellos
su descomunal presencia, aunque hubiesen mirado arriba cuando absorbieron su
atención las mantis. Pues no emitía ruido audible alguno al desplazarse, por un
lado. Y además, aun siendo cristalino, no reflejaba ni el más mínimo rayo de
luz. Salvo cuando estaba a punto de cambiar de forma. Como lo hizo ahora, en el
momento en que el arquitecto creyó oír el eco de un chasquido seco, y miró
arriba descubriendo la transparente presencia ciclópea de aquella mole sobre
sus cabezas...
Entonces, el hueco disco de cristal extendió hacia abajo un
enorme apéndice cilíndrico, en forma perpendicular al suelo. Como un larguísimo
y grueso tentáculo tubular de fino cristal, que terminó tocando tierra muy
cerca del grupo. Pulverizando con su peso, pese a su apariencia exterior
frágil, cualquier resto de escombro en el que descansó su amplia base plana
finalmente… Lo aplastó todo en un segundo sin miramiento alguno, como la pata
de un elefante pisando un simple cacahuete al posarse. Y cuando se despejó la pequeña
nube de polvo que se produjo entonces, se abrió una puerta corredera en el
cilindro. Dejando vislumbrar un interior con apariencia acogedora y salubre,
como dispuesto para ellos… Muchísimo mejor que la ruina tóxica en la que todos vivían
un calvario, desde luego. Así que los más aventurados se acercaron tímidamente
a la puerta. Y enseguida animaron a hacerlo a los demás. Luego, fueron entrando
todos dentro, despacio y progresivamente, con absorta cautela. Como simios
saliendo de una jaula sin ventanas para asomarse poco a poco, con inesperado alivio,
a un amplio terrario vallado para ellos. Uno de esos con estanque artificial,
árboles pequeños a los que trepar y neumáticos sirviendo de columpios, para su
controlado esparcimiento bajo la vigilancia de los cuidadores humanos del
zoológico…
En el concreto y amplio espacio interno del
cilindro, los simios a vigilar eran humanos, en cambio. Y los humanos seguían
siendo un poco simios, cuando accedieron a él a tientas con precavida
inocencia, mirándose y palmeándose con apagada euforia unos a otros. El aire allí
era limpio y respirable, al contrario que fuera de él. Lo cubría una cúpula que
fingía un despejado cielo azul con algunas desperdigadas nubes. El cual parecía
más un microclima real que un holograma, aunque tenía un poco de ambas cosas… Cabían allí holgadamente todos y cada uno de los
cerca de doscientos supervivientes. No había allí neumáticos ni árboles —aunque
sí bastantes plantas y flores—, pero sí se podía ver un impoluto estanque
rodeado de guijarros. Y numerosas fuentes de agua limpia, duchas y retretes suficientes
para todos, además de cómodas prendas de vestir en roperos. Estaba bien
organizado por secciones, y repleto de sillones, mesas, estantes y camillas automatizadas
para los enfermos. Había profusión de bebidas y alimentos, y material médico avanzado
y abundante. Por alguna razón, no se impuso el delirio ni el desorden en aquel
paraíso repentino. Quizá estaban demasiado agotados y enfermos. Y además
recordaban la amenaza… Así que se organizaron bien ellos mismos para hacer un
uso sensato de aquel oasis caído literalmente del cielo.
El matrimonio Ronchamp se acomodó casi al
final en aquel terrario para humanos. Primero, ella se encargó de dirigir con
pericia la evacuación de los heridos desde el polideportivo hasta el nuevo
refugio. Usando para ello, como ayuda, el excelente material y las camillas motorizadas
que encontraron dentro del cilindro. Y cuando concluyó la evacuación en la que
el profesor colaboró también, él se empeñó en quedarse fuera un rato más, pese
al aire turbio al que ya casi se habían acostumbrado sus ojos... Estudiando, fascinado,
la hermosamente simple arquitectura del inmenso disco de cristal transparente y
su cilindro, y haciendo hipotéticos cálculos mentales sobre su naturaleza y
estructura. Hasta que su esposa se hartó y le forzó a pasar dentro de una vez,
no fuera que cerrasen la amplia puerta por sorpresa y le dejasen a él solo en
la insalubre intemperie. Al final, él cedió a regañadientes. Y tras él, accedió
al oasis la última persona: una triste mujer que había perdido a su hija
pequeña aquella misma noche en el polideportivo, a causa del agravamiento de
sus heridas. Caminaba cabizbaja ahora, como una estatua sin vida. Se había
empeñado en terminar de hacerle a su hija una tumba con escombros, por eso fue
la última en cruzar el umbral cuando sumó fuerzas para separarse del precario
enterramiento. Aunque, en realidad, alguien más estaba a punto de acompañarla
dentro…
Cuando la desolada mujer, ya en la puerta del
oasis, miró atrás hacia el edificio semiderruido pensando en su pequeña con
desgarro, el guardián del mito apareció trastabillando y lleno de magulladuras,
exhausto y muerto de hambre y sed. Se había perdido por el camino durante el
duro seguimiento de los ladrones de agua. Estaba al límite de sus fuerzas, y no
sabía ni cómo había llegado hasta allí… La mujer que arrastraba los pies hasta
ese instante como fantasma en pena, recobró el espíritu en un segundo para
acudir deprisa a socorrer al guardián. El cual se desmayó, exangüe, entre sus
brazos…
La niña
de diez años, poco mayor que su hija muerta, temblaba de desnutrición y fiebre.
Y estando ya dentro del oasis el guardián con su rescatadora, la doctora le prestó
a éste los primeros auxilios. Le hidrató, alimentó y suministró la medicación
necesaria en el instante, gracias al botiquín amplio disponible. Luego dejó a
la niña, agotada y febril, al cuidado de la mujer adulta. Que prometió —y se
prometió a sí misma— cuidar de ella como de su propia hija perdida, en
adelante. Así que la doctora siguió
atendiendo al resto de pacientes del oasis, sin descanso… Pues, tras dirigir la
evacuación, la esposa del profesor Ronchamp había tomado allí dentro el mando
de los cuidados médicos. De los que ya se había ocupado, de hecho, desde el
principio, en el refugio del polideportivo. Y ello al límite del esfuerzo razonable
dado su avanzado embarazo, que supeditó a la situación excepcional sin
meditarlo demasiado… Su esposo vigilaba justamente para que ella descansase lo
mínimo, al menos. Aunque —aparte del propio arquitecto, que de medicina sabía
más bien poco—, la ayudaban en su duro trabajo otro doctor y un par de
enfermeros que había entre los supervivientes, además de algún que otro
voluntario con conocimientos básicos de socorrismo. En pocas horas, se
adaptaron todos al nuevo y mucho más habitable ambiente. Y los heridos mejoraron
relativamente en tiempo récord.
Todo en el oasis del cilindro parecía hecho
para el bienestar y la ergonomía humanos. Cómodo y de fácil uso pero aséptico,
como si fuera una vulgar fotocopia hecha con una impresora tridimensional. De
hecho, el profesor Ronchamp notó enseguida que todo allí dentro olía igual,
incluso la comida. Y parecía fabricado con el mismo material sintético, denso pero
flexible. De apariencia similar al aluminio. Pero más ligero aún que este, con
la naturaleza de un raro mineral orgánico... Y, desde que accedió él mismo al
cilindro de mala gana empujado por su esposa, caminando en su interior con su
bastón de elaboración propia, al profesor le pareció estar dentro de uno de
esos libros que se despliegan mostrando tridimensionales figuras de cartón al
abrirlos…
Aunque todo funcionaba bien allí, y no faltaba
nada básico. Además, los alimentos eran digeribles y saciaban bien. Las
medicinas y el material médico eran de una eficiencia muy superior a lo
conocido en el planeta. De hecho, con ese recurso, su esposa terminó de curarle
a Ronchamp la rodilla rota en condiciones. No había daño en el tendón, así que
fue suficiente con una férula mecánica. Las que ella conocía, necesitaban estar
puestas de cuatro a seis semanas. Pero con la que encontró en el botiquín del
oasis, su esposo pudo caminar bien sin el bastón en unas horas.
Y cuando fuera del cilindro empezaba ya a
ponerse el desvaído sol dejando lugar a la fosforescencia plúmbea ubicua, se
abrió una puerta oculta dentro del cilindro, y apareció en ella el líder de las
mantis. Pero lo hizo sin su espigado y enorme esqueleto robótico esta vez. Aunque
llevaba la cabeza del insecto como un casco bajo el brazo… Ahora caminaba con
normalidad sobre sus dos pies antropomorfos, y vestía un mono militar de color
gris similar al de un piloto de caza. Le escoltaban sus seis subordinados de
similar guisa, que formaron marcialmente al entrar él en el terrario humano,
haciéndole un pasillo. Entonces, él se dirigió a todos los presentes con serena
firmeza:
—No volverá a llover aquí —informó, en tono
severo—. No en esta era, hasta que vuelva a condensarse en la atmósfera toda el
agua evaporada. Son ustedes huéspedes temporales de una misión militar de
prospección biológica —continuó—. Recibimos la señal de una baliza enterrada a gran
profundidad a sólo dos kilómetros de aquí, indicando el colapso del ecosistema
del planeta. La baliza fue instalada hace apenas unos cuantos eones, es decir:
varios miles de millones de años, de acuerdo a su dilatado tiempo humano. Y
vinimos a recuperarla ahora tras recibir la alarma. Mejor dicho: a recabar la
información almacenada en ella durante el citado periodo. La cual ya está en
nuestros registros y es lo que de veras nos importa... De paso, hemos rescatado
para su estudio, eso sí, algunas formas de vida primitivas pero no parasitarias
ni contaminantes, que ya están a salvo arriba, en el transporte —dijo, refiriéndose
al disco de cristal gigante sobre ellos—. Y que han tenido la suerte de sobrevivir
gracias a la burbuja de energía que protege la información de la baliza, y no
otra cosa. Dentro de la que han quedado por azar ustedes igualmente, y por eso
aún siguen vivos también… Repito: rescatamos formas de vida primitivas —subrayó,
tajantemente— pero no parasitarias ni contaminantes. De modo que aprovechen el
resto de esta jornada y la siguiente, para restablecerse en lo posible aquí debajo.
Queda poco tiempo, el lugar es inestable. Aún tenemos que recoger algunas muestras
y hacer ciertos estudios del terreno... Pero mañana al anochecer, cuando la
estrella que rige este sistema decaiga en el horizonte, el consejo de biólogos
decidirá si les dejamos morir aquí o no. Aunque vista la información
recopilada, no esperen gran cosa... —Terminó así su discurso, y ninguno de los
presentes supo qué decir. No hubo protesta ni resistencia alguna, pese a la
gravedad del caso. Tan sólo se escuchó un profundo murmullo de incertidumbre y estupor
generalizado, cuando el líder de las mantis dio por concluida su presencia allí
tras informar someramente al grupo. Y enseguida le vieron encarar la salida en
dirección al pasillo hecho por su muda escolta en la puerta, sin esperar
respuesta alguna de la impactada concurrencia.
Pero, antes de que él desapareciese por el
mismo hueco por el que se introdujo en el hábitat artificial humano, el
profesor Ronchamp reunió fuerzas y llamó su atención con humildad pero con entereza,
cuando el severo oficial pasó cerca de él en su rápida salida:
—Sé lo que han visto… Lo sé —dijo
el profesor—. Pero no todo es malo, créame… Al menos, podrían sacar de aquí a
los niños—El profesor tragó saliva con el atrevimiento, pero sostuvo la mirada
al científico militar. Y éste se detuvo frente a él por un momento. Devolviéndole
un inexpresivo rictus frío al escucharle, por toda respuesta. Y en un
irracional impulso, Ronchamp extrajo entonces algo del bolsillo como refuerzo a
lo dicho. Y se lo entregó irreflexivamente al militar biólogo, que le miraba
como quien mira a una mariposa atravesada por un alfiler. Dándole a entender
sin palabras con esa mirada, que, incluso muerta ésta, él seguiría prefiriendo
a la mariposa antes que a él o a cualquiera de su corrupta especie, niños
incluidos: «Lea
esto. Por favor»— Dijo Ronchamp, con dócil énfasis. Y le alcanzó, sin
saber él mismo muy bien por qué lo hacía, la ridícula novelilla romántica que
encontró en las ruinas…
No le quedaba ya más posesión que su bastón y
su navaja, que no expresaban gran cosa. Y sabía que con aquel hierático oficial
no servirían las palabras… Por eso, razonó al vuelo que la novela, aunque
mediocre, no dejaba de mostrar, muy diluido en ella, un atisbo al menos de la
mejor esencia humana (como también de la peor), al igual que cualquier otra historia
escrita. Y en todo caso, no tenía otro documento que aportarle a aquel impávido
sujeto, bueno o malo. Así que tuvo la ocurrencia de ofrecérsela… Y quien hacía
tambalear su relativa entereza y su oscilante dignidad humana con una
inaccesible mirada indiferente, aceptó el librito sin comentar nada, tras echarle
apenas un mecánico vistazo a la portada. Y se esfumó con ese objeto y con su
escolta sin más preámbulos ni gestos, a través del hueco en el muro que se
volvió a cerrar tras ellos.
Cuando quedaron a solas los supervivientes,
cundió el desánimo en el grupo del oasis sintético. La mayoría se mostró
pasivamente derrotista. Pero hubo algún asomo de rebeldía más bien retórico. E
incluso alguna inconsistente insinuación de un motín hecha en un susurro, basada
ésta en la posibilidad de recuperar las armas de los ladrones de agua que
habían quedado fuera. Y amotinarse con ellas, aunque les convirtieran en gusanos
a todos y les pisotearan luego con sus botas. Y ello con tal de no sucumbir
pasivamente sin oponer resistencia, arrastrándose de veras…
Pero todos allí sabían bien que no tenían ni
las fuerzas ni el poder para hacer nada de eso. Si aquellos seres decidían
dejarles morir allí, ese sería su seguro destino. El hombre de las manos de
mapache había recuperado ya su morfología humana completa a esas alturas. Y se
limitó a acariciarse muy nervioso el denso vello que le quedó como remanente
perpetuo. Cerca de él, un sujeto cuarentón enajenado de pupilas ciegas, fingía
escribir con la yema limpia del dedo en una mesa, ajeno a todos los demás y al
mundo. Pensado, quizás, en la ironía de no poder vivir el drama con sus ojos,
ahora que estaba escrito fuera de su piel…
Muchos cuchicheaban en grupo, rememorando la
tragedia. O se aislaban en un rincón, para hablar solos entre dientes. Algunos
rezaban a sus respectivos dioses. Otros lloraban, más por desahogar, por fin,
en el seguro oasis, el trauma vivido en esos febriles cuatro días desde el
cataclismo, que por la inminencia de su oscuro futuro... Y otros, más sensatos,
evitaban torturarse inútilmente con sus pensamientos. Así que se enfrascaban en
tareas productivas. Como cuidar de los heridos, repartir y limpiar bandejas de
comida o distraer con juegos a los niños para que no asimilasen toda la
dimensión del drama que sí que intuían bien...
De pronto, se sentían todos como refugiados
sin hogar en una guerra, sin un puerto de mar que quisiera acogerles. En un
barco de lujo a la deriva sin destino conocido, que ni siquiera había zarpado
todavía. Esa noche, en la cúpula sobre el oasis del cilindro, se puso el sol
también. Ellos se acomodaron, desperdigados, en sacos de dormir. Entonces, el
microclima les mostró un falso cielo plagado de estrellas, que no habían vuelto
a ver desde hacía días, a causa de la densa neblina de color plomizo que
quedaba fuera ahora. Aunque la mayoría no habían mirado casi nunca las
estrellas durante su vida, cuando aún podían hacerlo... Y al ver ahora las artificiales
de la cúpula del oasis, muchos pensaron también, con melancolía, en todo las
demás cosas sencillas que habían dejado de hacer o disfrutar cuando estaban
todavía a tiempo para eso, y ello pese a tenerlas al alcance de la vista o de
la mano.
Pero ya era tarde… Pasaron todo el día siguiente
en una tensa espera. El profesor Ronchamp aprovechó la jornada para seguir haciendo
de maestro de escuela con los niños. Los cuales parecían haber encajado allí
muy bien, al disfrutar de mejores medios y, sobre todo, sentirse más seguros. Había
algunos críos polifracturados o intoxicados por los diversos efectos de la
hecatombe sufrida, que permanecían intubados en sus camillas mecánicas y no
podían atender a las lecciones. Aunque también ellos habían mejorado perceptiblemente
en el nuevo entorno más salubre… El guardián del mito seguía débil y con fiebre,
por su parte. La niña parecía ausente en brazos de su madre adoptiva, como
evadida por todo el trauma vivido y sin decir palabra. Así que ella tampoco se
unió a los demás chiquillos como alumna del arquitecto francés, aunque estaba
relativamente sana en lo físico.
Cuando la diluida mancha sepia del sol exterior
empezó a descender en la turbia atmósfera, el consejo de biólogos se reunió
según le había sido comunicado a los supervivientes del cilindro la víspera. Los
cuales habían disfrutado de un sol interior nítido y un azulado cielo puro en
la cúpula durante todo el día. Quizá por vez última también, igual que las
estrellas de la pasada noche… Lo mismo que el desdibujado externo auténtico, el
nítido sol falso del oasis no cegaba, y eso era lo más duro. Pues les hizo
comprender que ya ni siquiera el dolor podría salvarles o hacerles sentir vivos
de verdad en ningún sitio. Cuando su mundo original estaba roto. Y lo habían
perdido ya todo con él, incluidos sus seres más queridos. Convertidos, así, en
flotantes fantasmas sin un suelo firme sobre el que posarse, aunque estuviesen
a ras de tierra ahora.
Y en la decisiva reunión en el vehículo
suspendido en el aire, fue sopesada toda la información de la baliza. En forma
de un holograma táctil similar a un cubo de Rubik cilíndrico, que se fueron
pasando los asistentes uno a otro, metódicamente, sentados todos en torno a una
enorme mesa circular. Cuyo holograma no sólo incluía datos biológicos, por
cierto. Sino toda clase de documentación histórica sobre el planeta, antes y
después de ser poblado éste por el ser humano como especie dominante… Les llevó
apenas media hora repasar de nuevo, entre todos, la completa información de millones
de años que habían recabado el día previo. Incluidos los extractos de todas las
comunicaciones verbales, esculpidas, acuñadas, impresas y telemáticas habidas
en la superficie terrestre desde que el homo sapiens empezó a emitir gruñidos y
modificar el clima y el paisaje, multiplicando exponencialmente con ello la
entropía del planeta… Lo decodificaron y leyeron todo en un pestañeo. Con la
rápida soltura con la que un funcionario cualquiera comprobaría al vuelo el
texto contenido en una sencilla hoja carta antes de ponerle un rutinario sello.
Aunque la rúbrica se la dejaron al impertérrito líder de las mantis, esa vez. Dado
que el resto no llegaban a un acuerdo claro sobre lo que hacer con los
refugiados del cilindro, aunque la opinión generalizada acerca de ellos era muy
poco halagüeña… Pero él poseía el voto de calidad en esos casos, así que le
pidieron que decantase el tema él.
Tampoco era quien tenía más autoridad allí.
Pues sólo comandaba las exploraciones a pie de terreno, aunque no ostentaba el
mando máximo. Pero sí que le dejaban decidir cualquier asunto acerca de las
formas de vida halladas a la intemperie en las exploraciones, cuando no había
consenso a ese respecto tal como sucedió ahora. Él se quedó pensativo,
meditando el veredicto. Sobre la mesa, descansaba la novelilla cursi frente a
él, con su melodramático título en la relamida cubierta a colorines: “¡No sé
cómo amarle!”. La había guardado la víspera, cuando la recibió del arquitecto. Y
no la había hojeado hasta ahora, en la reunión. Pero eso lo hizo durante sólo unos
segundos, sin recibir ninguna inspiración de sus páginas... Por fin, se
pronunció de forma aséptica y serena, como era propio en él. Haciendo una
gélida semblanza sobre el género humano que, de haber sido escuchada por los
supervivientes del cilindro, habría pisoteado su pundonor sin duda. Pero, sobre
todo, habría terminado por arrancar de ellos cualquier asomo de esperanza sobre
su futuro:
«Son egoístas y autodestructivos —dijo—.
Inconstantes y frágiles. Ni el mejor de ellos está limpio, y juntando todos no
se podría hacer uno bueno. Como individuos, desprecian a la comunidad. Como
comunidad, marginan a los individuos. Queman un bosque entero, pero plantan
sólo un árbol. Ensucian hasta el aire que respiran y que no merecen. En cuanto
a su carácter —prosiguió, inmisericorde— no conocen el honor ni la fidelidad. Y
de todo hacen un drama, hasta de sus propias culpas. Les ciega el orgullo, pero
se compadecen de sí mismos todo el tiempo. Se inventan ídolos para no admitir
que ellos mismos quieren serlo, aunque jamás podrían, pues tienen los pies hechos
de barro. Hablan sin escuchar y actúan sin pensar. Y sin embargo, lo piensan
demasiado todo… Les puede el pánico si deben saltar una grieta, pero se
aventuran luego temerariamente en un abismo. Juzgan sin saber, pero odian ser
juzgados —continuó severamente él—. Se rebelan tarde, y, cuando no, lo hacen sin
motivo. La mayoría aman al individuo más que a la verdad, y desprecian ésta. Y
los pocos que aman la verdad, la sacralizan, y terminan por odiar al individuo
injustamente a causa de ella. Descuidan su cuerpo, y malgastan su mente
saturándola con supersticiones y prejuicios —prosiguió—. Escuchan todo con su limitada
razón, y por eso luego hablan y actúan con un sentimiento desbocado. En vez de
escuchar con el sentimiento primero, para poder hablar y actuar con serena sensatez
después... Viven en una perpetua adolescencia —sentenció—. No saben lo que
quieren, y, a la vez, lo quieren todo. Se sienten solos en el universo. Pero
ignoran que, abrazándose a sí mismos, nunca lo estarían. Gritan su impotencia a
las estrellas. Gritan su vacío, y el vacío nunca les responde… Pero ignoran
que, escuchándose a sí mismos bien, en vez de oír el ruido externo en su cabeza,
lo entenderían todo en un instante y descifrarían el misterio de la vida ».
»No existe una razón para absolverles,
ni una sola —concluyó, tajante—. Aunque, en su descargo, no todo estriba en la
razón, como ellos tienden a creer. Y, en realidad, ni siquiera saben cómo hacer
eso siquiera, tiene gracia —dijo con sarcasmo, mirando la cubierta de la novela
fugazmente—. Pero sí son capaces de amar… esa es la verdad».
—¿Y su conclusión, entonces? —Quien
sí era la máxima autoridad allí, le pidió un veredicto claro, desde el otro
extremo de la mesa.
—Serán de ayuda en las minas, si
no se rompen la cabeza —Esa fue la irónica respuesta, seguida de un murmullo escéptico
generalizado.
—Bien. Confío en usted, espero
que no se equivoque —Sentenció el jefe del consejo, sin pensarlo mucho él mismo.
Y se dirigió a un subordinado allí presente —: «Dé la orden de subirlos a
bordo. Y larguémonos todos de aquí, no sé por qué nos desviamos... Éste es el
último planeta ya en esta misión —Sentenció, con gesto de hartazgo—. Doy la
exploración por concluida, no queda más que hacer. Estoy cansado y me agobia
esta cloaca. Vámonos ya a casa» —Fue su dictamen. El otro transmitió la
orden. Y el jefe dio por concluida la reunión sin más, y abandonó la sala
seguido por el resto.
Suave aunque perceptiblemente, y justo al
mismo tiempo que el difuso sol externo se ocultaba del todo en la penumbra
nocturna, el tentáculo cilíndrico que se había posado en tierra firme con el
oasis en su base, fue replegándose con éste, y ascendiendo hasta comprimirse
por completo en el inmenso aunque delgado disco de cristal suspendido en el
aire. El cual brilló por unos minutos en
la fosforescencia tóxica nocturna, con ese movimiento. Igual que un gigantesco
medallón de plata o una luna llena horizontal, hasta volverse invisible de
nuevo cuando el repliegue estuvo hecho.
Todos en el terrario humano notaron el sutil
elevamiento. Y suspiraron con emoción y alivio cuando se descorrió un muro
entero del cilindro finalmente, una vez ya arriba. Dejando ver un nuevo espacio
holgado aunque no tan amplio, repleto de cómodas literas ordenadas en filas.
Eso terminó de confirmar a los supervivientes que habían decidido acogerles
pese a todo. Y que, fuera a donde fuese, les llevarían a cualquier otro lugar
lejos de aquel infierno irrespirable en ruinas, en el cual estaban abocados a
perecer en poco tiempo.
Se asomaron al oasis dos guardianes, encargados
de vigilar al grupo en el viaje. Uno les confirmó someramente que iban a ser
trasladados a un lugar seguro fuera del planeta, pero sin darles más
información. Y el otro entregó a Ronchamp de vuelta la novela romántica,
cumpliendo órdenes. Éste la aceptó. Y se quedó luego pensativo, cuando ya los
guardianes se habían ido. Haciendo cálculos sobre la imposible estructura
arquitectónica de aquella especie de transatlántico aéreo. Que podía contener
en sí todo aquel volumen macroscópico, incluyéndoles a ellos. Y eso pese a
tener un grosor externo aparente no mucho mayor que el de la novela en su mano,
tal como había observado cuando pudo verlo desde fuera. Volvió a pensar en un
libro de figuras desplegables, entonces. Y también en el extensible fuelle de
un bandoneón, aunque redondo… Pero enseguida abandonó esas cábalas, y se ocupó
en ayudar a su esposa a preparar bien a los heridos para el inminente viaje. Y
a suministrar a todos los supervivientes un somnífero de manera discreta, para
que mantuvieran la calma durante el éxodo previsiblemente traumático.
* * *
Entre tanto, en el puesto de guardia, el
vigilante que le había entregado de vuelta la novela al profesor, terminaba de darle
una zanahoria sintética a un sano conejo rescatado en una jaula. Cuando sorprendió al otro con un objeto
extraño:
—Parece que nos tocará hacer de
niñeras todo el trayecto —murmuraba con disgusto. Mirando en una pantalla a los
humanos con desdén, tras haber alimentado con mimo al conejo—. Espero que no
nos contaminen… ¿Qué tienes en la boca?
—Cultura humana, es divertido —Le aclaró su
compañero—; se aspira el humo así, mira —Le hizo una demostración—; hace que
uno parezca interesante, ¿no crees? —Le enseñó la imagen de Humphrey Bogart cuya
pose intentaba imitar, muy elegante y seductor éste fumando un cigarrillo en
gabardina en la instantánea en blanco y negro.
—¿De dónde lo sacaste? —le
interrogó el otro, intrigado.
—La imagen, de la baliza. Y el
cilindro lo fabriqué con hojas de una planta que sinteticé con la impresora,
quedó idéntica. Me pareció curioso, hice muchos iguales. Y copié el paquete
para guardarlos también, fue fácil —Se lo mostró—. Y los palitos para
encenderlos, son graciosos. Mira, hice más hojas para probar —Le enseñó un
muestrario con la de tabaco y otras cuantas, entre ellas una de cannabis.
—Sabes que la máquina no está
para caprichos, hombre. Como te pillen... —Le reconvino el otro.
—No seas amargado, ¿quién se va a
enterar? Además, queda mucho viaje… ¿quieres probar uno? —Tentó al otro
vigilante, ofreciéndole un cigarrillo del paquete.
—Hum… ¿no será tóxico? —El otro
estaba a punto de caer, pero dudó un momento.
—Nah, no creo —Le tranquilizó su
compañero, en la inopia. Así que él aceptó el cigarro, al fin. El cual su
compañero prendió en su boca usando una cerilla, cuyo chispeante fogonazo causó
gracia a los dos.
* * *
Cuando brilló una ficticia luna
llena en la cúpula del terrario humano, el vehículo espacial ya se había puesto
en suave marcha en su partida. Todos notaron que se estaban elevando y
desplazando lejos. Pero ni siquiera Ronchamp pudo intuir, estando dentro del
vehículo, que el inmenso disco de cristal adelgazó todavía más su minúsculo grosor
antes de ponerse en movimiento. Y luego estrechó también su diámetro aparente hasta
el inverosímil tamaño de un frisbee, con todos ellos dentro… Su aspecto de
cristal indetectable, pasó entonces a ser el de un pulido disco de titanio, al
transformarse así para iniciar la ascensión. Y cuando se comprimió de esa
manera hasta el diámetro y volumen de un vulgar plato de playa antes de
elevarse, el pequeño disco quedó flotando justo sobre la pelota de gimnasia
convertida en artesanal globo terráqueo por el profesor, que la había dejado
allí olvidada a la intemperie. Y empezó un ascenso vertiginoso sobre aquel
planeta Tierra en miniatura. Hasta que atravesó luego la exosfera del
auténtico, y volvió él a ser gigantesco e invisible de nuevo.
Aunque los del terrario humano no la podían
ver, la pequeñísima burbuja remanente de atmósfera enferma del planeta en torno
a la baliza, parecía desde arriba un agujero de ozono invertido. Como un único
girón de cielo nublado aún respirable, que quedó definitivamente atrás.
Los supervivientes habían ocupado sus literas
para dormir en pleno viaje. Los que todavía estaban graves, permanecieron en
sus camillas automatizadas. Y la doctora embarazada aceptó descansar unas horas,
dejando de guardia al otro médico. Así que ocupó su litera propia junto a la
del profesor de arquitectura. Y le pidió a éste el novelón de papel como ayuda
para conciliar el sueño, justo cuando el vehículo espacial abandonaba la
destruida atmósfera del todo.
—Parece mentira que esto sea el
último resto de cultura humana —Le dijo a su esposo con melancólica ironía, refiriéndose
a la vulgar novela de kiosco que hojeaba entre sus manos.
—Bueno… ellos tienen un registro,
dicen —aludió a la baliza—. Y a nosotros nos quedan nuestros recuerdos. Esos siempre
viajan con uno, ¿no? —Replicó él sentado en su litera propia, igual de triste.
Ella sonrió con el doble sentido poético, asintiendo.
—¿Quién sería esta Laura
Patterson, autora de dramones? —Se fijó ella entonces en el nombre en la
cubierta, cuando cerró el libro para intentar dormir un poco.
—No lo sé —replicó Ronchamp—.
Pero seguro que no se esperaba este final…
La ironía volvió a hacer sonreír a la doctora,
cuando la vocecita nítida aunque frágil de una niña llamó la atención de ambos por
sorpresa.
—Yo sé quién era Laura Patterson
—dijo el guardián del mito, que había despertado a medias de su fiebre en una
litera cerca de ellos, mientras su madre dormitaba—: yo la vi. Ella fue como
una cerilla que se aparta para evitar que ardan todas las demás de la hilera
—continuó—. Ella usó su hacha de amazona para cortar los dedos muertos de los
árboles, y que los animales y los habitantes del bosque pudieran huir de aquel
infierno ardiente —habló despacio, con emoción solemne—. Y después engañó con
astucia a los monstruos del bosque con hocico de jabalí, para que no matasen a todos
los supervivientes robándoles el agua… Gracias a su valentía —prosiguió— los
saltamontes alados tuvieron tiempo suficiente para llegar desde el cielo y
rescatar a todos... Yo vi cómo los monstruos del bosque la asesinaban, en
venganza. Sí: yo les vi matar a Laura Patterson —concluyó. Y apretó el colgante
de amazona con la “p” mayúscula en su cuello, con las pocas fuerzas que tenía en
su manita…
Su nueva madre despertó al final, al oírla
hablar. Y la arropó mejor, pidiéndole con suavidad que descansara. El profesor
Ronchamp y su esposa escucharon con implicación el sentido discurso de la niña,
entre delirante y verídico éste. Sin entenderlo demasiado, a fin de cuentas.
Aunque intuyeron, con acierto, que había mucho de verdad en él… Se quedaron los
dos meditabundos un momento, pensando en el drama vivido y el incierto éxodo.
Sus literas estaban al final de una larga fila. Cerca de una pared en la que él
fijó los ojos, de repente. Había un gran
estante repleto de toallas pegado al muro del fondo. Y él se levantó de su
colchón y se dirigió despacio allí, intrigado.
—¿Qué haces? —Ella se extrañó.
—Se intuye algo en la pared…
parece una escotilla, detrás del mueble.
—¿Es que siempre tienes que
curiosearlo todo? —Ella le regañó en voz baja, para no molestar a los demás. La
mayoría de los cuales ya dormían, por efecto del sedante.
—Ya me conoces… —Dijo él, también
en un susurro. Y se decidió a arrastrar la estantería.
—Ten cuidado, vas a hacer ruido —Le
advirtió la doctora, pensando también en los guardianes.
—Nah… no pesa nada. Aquí es todo
como de cartón —La tranquilizó él. Y, de hecho, desplazó el voluminoso mueble con
suavidad, sin esfuerzo alguno. Ciertamente, había una escotilla detrás.
Ronchamp se asomó a ella. Y miró al exterior de la nave a través del cristal, completamente
absorto…
Desde niño había ansiado verla así, desde
fuera. Había soñado siempre con disfrutar el espectáculo vivo de su natural
arquitectura esférica rugosa, con la privilegiada visión de un astronauta… Recordó
de nuevo esa fantasía de su infancia tan sólo un día antes. Cuando, para
instruir con ella a los pequeños, grabó los continentes en la pelota de gimnasia
del polideportivo que se dejó olvidada en tierra. Y ahora vio cumplido ese
viejo sueño al fin, sin pretenderlo. Aunque jamás había imaginado hacerlo de
esa forma. Ni mucho menos ver aquello exactamente tal como se presentó a sus
ojos…
—¿Qué miras? ¿Se ve algo? —La
doctora se contagió de la curiosidad de él por un instante, despertándole de su
ensimismamiento.
—No… nada. No se ve nada, sólo
oscuridad —Mintió él—; duerme ya, será
un duro viaje —Dio la espalda a la escotilla y se acercó a ella para arroparla
bien. La besó en la frente, con un nudo en la garganta… Y ella cerró los ojos,
confiada. Y descansó por fin después de tantos días, con una plácida sonrisa y
la mano en su vientre.
Cuando ella quedó en paz, el profesor Ronchamp
regresó discretamente a la escotilla en el muro. Y miró a través de ella de
nuevo, pero con el profundo deseo de estar ciego...
Lo que pudieron ver sus ojos, sí era un
verdadero drama.
© Bonifacio Álvarez Gutiérrez.
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