martes, 30 de enero de 2018

Haz caso a tu madre




Niños mineros en Pensilvania (1911)




–No sé… no tengo muy claro si dejarte ir… Es la primera vez que viajas solo…



–¡Pero mujer, que ya tiene pelo en los sobacos! ¡Déjale en paz!



Una sola mirada fulminante de la matriarca de la casa, y su esposo enmudeció volviendo a hundir la vista en el periódico. Ella repasó la indumentaria de su hijo, entonces. Le colocó bien recta la gorra de visera inglesa. Frotó con un cepillo las hombreras y las solapas de su abrigo. Le metió una pastilla de regaliz en la boca para combatir el mal aliento y, por fin, decidió darle el visto bueno estético:



–Repite todo lo que vas a hacer, punto por punto –Le exigió, tajante, antes de permitirle encarar la puerta de salida.



–Pero mamá, ¡que tengo ya dieciséis años! No me perderé, descuida… –Se defendió él mismo esta vez, vocalizando mal debido al regaliz, y con su padre mirando de reojo con irónica sonrisa.



–Repítelo –La madre fue inflexible.



–Está bien –Refunfuñó él, obedeciendo a su pesar–: «tomaré el primer tren nocturno a la ciudad, y me envolveré bien en la manta para no pasar frío de noche en el vagón –recitó de corridillo, mirando un segundo el cobertor grueso doblado junto a la puerta, en su mochila–. Cuando llegue ya será de día, e iré directo hasta la estafeta de telégrafos, sin distraerme con nada. Esperaré pacientemente frente a la ventanilla sin hablar con ningún desconocido. Si alguien se dirige a mí en la cola, le contestaré de manera educada pero sin darle charla…»



–Así es: cortés pero discreto –Puntualizó la madre, en tono de maestrilla.



»Cuando me toque el turno –continuó él– dictaré el telegrama: “Ático listo. Envíe respuesta”, y luego desayunaré algo caliente en la cantina de la estación, y tomaré el primer tren de vuelta sin entretenerme ni hablar con desconocidos»



–Correcto –aprobó la madre–: necesitamos alquilar ya esa habitación, a tu padre le echaron de la fábrica por sumarse a esa maldita huelga, y yo planchando gano poco –miró de reojo a su esposo, que se parapetó tras el periódico–.  Aquí tienes las palabras exactas del telegrama, por si las olvidas. El billete de ida y vuelta también, y dinero para el cable y la comida –le entregó un sobre con todo eso, que él guardó en su abrigo–. En la mochila te metí alimento para el tren, junto a la manta. Vas y vienes sin perder el tiempo. Ni se te ocurra andar por ahí de vago. Y espero que no te encuentres con ese holgazán amigo tuyo en el camino…



–Pero mamá…



– ¡Pero nada! –La madre fue cortante–. Es mayor que tú y anda en malas compañías. Sólo nos faltaba que te metieras tú en política ahora también… Y recuerda –subrayó la matriarca–: sé educado ante todo. Con educación se llega a cualquier sitio, no lo olvides. Incluso sin dinero.



–Sí, seguro –ironizó el padre, sin levantar mucho la voz. Y volvió a sumergirse en el diario en el acto, muy sumiso cuando encontró la mirada asesina de su esposa…



 El muchacho, muy joven pero bien desarrollado y de elevada estatura, bajó él también la cabeza y la mantuvo así cuando su madre le besó y él atravesó por fin con la mochila al hombro el bajo umbral cuyo dintel rozó su gorra inglesa. Ya en la calle, respiró aliviado, con el aire frío nocturno en el rostro. Palpó el sobre en un bolsillo de su abrigo. Y en el opuesto, un llamativo pasquín revolucionario allí doblado, de tipografía roja sobre fondo amarillo, obsequio de su amigo rebelde… Lo desplegó y lo ojeó luego en la penumbra del furgón de tercera, de camino a la ciudad. Con bastante discreción en el vagón casi vacío. Aunque varios asientos adelante, un obrero fabril en traje de faena sentado de cara al tímido muchacho, reconoció en la relativa distancia el color chillón y la desmesurada tipografía del panfleto anarquista. Le dedicó una sutil sonrisa al chico, que a éste se le hizo amigable e inquietante al mismo tiempo… Él le esquivó la mirada y devolvió el folleto, plegado, a su bolsillo. Se cubrió bien con la manta, encogiendo su estatura lo mejor posible en el espacio escaso del asiento para intentar dormir, sin haber probado el refrigerio que le preparó su madre para el trayecto. El tren llegó de día a la estación central, y el chico estiró su cuerpo entumecido y abandonó el furgón con la mochila, tras diez horas de viaje. Acudió a la oficina de telégrafos muy juicioso, sin entretenerse en nada y con el estómago vacío. El local había abierto hacía muy poco y apenas había gente esperando, aunque la cola sí iba lenta. Cuando llegó su turno, una señora cincuentona y vivaracha pero de aire despistado, le preguntó cuál era el texto que deseaba enviar por el sistema telegráfico. Entre la inseguridad de su timidez, el aturdimiento por el largo viaje en tren y el hambre, la memoria le flaqueó y olvidó las palabras exactas para alquilar la habitación. Así que decidió recurrir a la chuleta que le escribió su madre, metida ésta en el sobre con el billete de ida y vuelta y el dinero. Debido a los nervios, sacó el panfleto subversivo en vez del sobre, pero la señora no distinguía gran cosa sin tener puestas sus gafas para la presbicia. Se las colocó y recibió el papel correcto al fin, cuando el inseguro muchacho tragó saliva y se lo alcanzó, guardando rápido el  erróneo. Ella anotó con parsimonia, entonces, el mensaje a transmitir en una ficha, comprobando antes una y otra vez cada palabra y cada letra, por miedo a equivocarse:



 –Disculpa, jovencito –se excusó por su lentitud–; ya voy teniendo una edad y a veces me pierdo un poquitín…



–Descuide señora, la comprendo. No se sienta mal, nadie es perfecto. No hay prisa alguna, esperaré lo necesario –La tranquilizó él, con una cordialidad aprendida algo redicha pero sincera.



–Gracias, eres un buen chico. Se nota que tu madre te ha educado bien –Le elogió la empleada de telégrafos, aunque no les conocía a él ni a su progenitora. Luego, cobró el mensaje, hizo sonar una campanilla y metió la ficha con el texto a telegrafiar en una cestita atada a una cuerda con mecanismo de polea. Alguien maniobró en el sótano para que la canasta descendiera a través de un agujero en el suelo, desde el que se colaba un persistente traqueteo mecánico proveniente del piso inferior, donde trabajaban los telegrafistas propiamente dichos con sus máquinas. 





 El chico se despidió educadamente, y se dispuso a cumplir con lo previsto ya en la calle. Se dirigió a la estación cercana para desayunar algo caliente en el comedor de allí. Pero entonces recordó que no había probado la comida que le metió su madre en la mochila para el trayecto en tren. Así que se le ocurrió ahorrar dinero y comer ahora una parte como desayuno, reservando el resto para cuando le diese hambre en la vuelta. Se sentó en un banco en el andén y sacó de la mochila un mendrugo no muy duro y una tartera llena de queso y embutido, que le supieron a gloria, pues de verdad estaba hambriento. Devoró la mitad y pensó qué hacer con el dinero sobrante. Si se lo devolvía a su madre, ella sabría que no había comido lo bastante en el largo viaje en tren, y se llevaría un disgusto. Si lo gastaba en cualquier distracción o en un capricho, incumpliría la estricta regla de no entretenerse por ahí y tomar el primer tren de vuelta. De pronto, alguien le ayudó a decidirse, mientras meditaba con el dinero en la mano:



– ¿No te sobrará alguna moneda, chico? Ando a dos velas desde que cerró la mina. Y este también– Un hombre de aspecto descuidado aunque no sucio se dirigió a él de ese modo, tras haberse acercado al banco sin que él lo notase. Traía semioculto en su chaqueta un cachorro de Beagle que asomaba, tembloroso, la cabeza.



 Recordó que su madre le había aleccionado acerca de la caridad discreta. Así que le entregó al minero en paro todo el dinero sobrante sin decir palabra, y el otro le dio las gracias brevemente e hizo mutis. Entonces, en la vía central de las tres de la estación (las otras dos eran para recorridos regionales, como el suyo), escuchó el silbido de la máquina de vapor de la locomotora del gran expreso, que hacía un viaje a la semana conectando la villa de provincias, en la que él se encontraba, con la capital del país. Y que estaba a punto de ponerse en marcha ahora, aunque esperaba a alguien rezagado... Hasta que oyó el bufido de la máquina, él se había distraído en la soledad del banco echando un nuevo vistazo al folleto reivindicativo, con más detalle que en el tren nocturno, a plena luz del día ahora. En una cara del panfleto (la otra era texto puro) se caricaturizaba en un dibujo al gobernador local como si fuese un avestruz con cabeza humana, que huía de una horda de obreros fabriles que le perseguían esgrimiendo herramientas de trabajo. Tras el pitido del tren se oyó también un claxon, e invadió entonces el andén una lujosa berlina a motor adornada con una banderola oficial. De la cual descendió el insigne gobernador en persona, al que el vulgar muchacho anónimo de vulgar mochila sentado en un vulgar banco reconoció enseguida caricatura aparte, pues su fotografía llenaba siempre los diarios.



 Un corpulento guardaespaldas ayudó al chófer a subir el pesado equipaje al vagón de primera clase, tras cruzar los dos a pie la vía de cercanías desierta que se interponía entre el automóvil y el expreso, y por la que el chico esperaba ver aparecer pronto su tren propio... A ambos, maletín en mano él, les siguió el gobernador, que se dirigía a la capital en viaje extraoficial sin demasiada prisa y sin querer hacerse notar mucho. Aunque el maquinista, meticuloso como todos, tuvo que perder tiempo esperándole. Y retener la humeante locomotora a su pesar, con la frustrada ansiedad de un perro de caza al que su dueño frena por la correa a duras penas cuando olió una presa… Además, algo inesperado terminó boicoteándole su plan discreto al político, cuando el chico de la mochila se levantó del banco por sorpresa, y se puso a gritar al mismo borde del andén, nada más verle:



 – ¡Viva la revolución del proletariado! –Vociferó, y todos se quedaron mirándole incrédulos.



»– ¡Abajo la burguesía! ¡Gobierno al paredón! ¡Viva la anarquía! –Gritó también, con voz nerviosa pero firme y más valor que rabia. El guardaespaldas le murmuró al gobernador que le ignorase y abordasen ya el furgón, o bien le permitiese ocuparse él mismo del asunto… Pero su jefe le contestó con un ademán mudo de calma, que frenó a su propio sabueso en un segundo…  Simplemente el gobernante, ya a pie de furgón él y con las maletas dentro y a punto de auparse al estribo, hizo también al impaciente jefe de estación un seco gesto. Para que la partida del convoy se demorase un poco más, movido por la curiosidad y sin urgencia alguna por su parte… Así que le pidió al desconocido muchacho del andén que se aproximase bien y le explicase más de cerca sus reivindicaciones. Sin intimidarle en absoluto, en tono cordial haciendo gala de su astucia diplomática. El chico, siempre obediente con los adultos, le hizo caso. Con cierta inseguridad cuando cruzó a paso lento la vía hacia el vagón de lujo, aunque firme al parecer en sus ideas:



– La gente está harta –fue al grano, haciendo de tripas corazón, cara a cara ya con el poderoso mandatario que le miraba sin pestañear–; le avisaron de que ocurriría un accidente por el mal estado de la mina y no hizo nada. Hubo muertos y prometió recompensar a las familias y aún esperan… Y además cerró la explotación y juró recolocar a los mineros donde fuera y no ha cumplido… Sin contar con los huelguistas represaliados en la fundición de acero cuando quisieron solidarizarse… ¿Lo va a negar todo, verdad? ¿Cuál es su excusa?



–Ninguna, no negaré nada –Fue la fría y concisa respuesta. Que el muchacho no escuchó, una vez lanzado él a soltar en retahíla todas las preguntas inspiradas por las charlas con su amigo activista, sin atender a nada más:



– ¿Dirá que no es solo cosa suya, acaso? –Continuó la reivindicación verbal, imparable–  ¿Que está moviendo hilos aún? ¿Que la oposición le pone trabas? ¿Que usted hace lo que puede y es cuestión de esperar más? ¿O me saldrá con que simplemente hay cosas que no tienen remedio y cada uno se tiene que buscar la vida?



–He dicho que no tengo disculpa. Absolutamente todo lo que has dicho es cierto, muchacho. Palabra por palabra –Fue la inesperada respuesta del político, que dejó descolocado al demandante.



–Sí claro… Está usted siendo irónico –El muchacho trató de situarse, confundido.



–En absoluto. Te digo que estás en lo cierto, punto por punto. No hay ironía alguna por mi parte. Y no te intentaré engañar tampoco ¿para qué? –aclaró el gobernador, muy serio, encogiéndose de hombros.



–Sí, y ahora añadirá un “pero”, matizando que en realidad…



–No hay “pero” que valga –recalcó el político, tajante–. Te repito: has dicho toda la verdad, palabra por palabra. E incluso te has quedado corto, diría yo. Y yo no voy a defenderme ni buscar excusas. Tuya es la razón.



 El chico quedó mudo un instante, desarmado por la inamovible serenidad gélida del otro. Quien, efectivamente, no estaba siendo en absoluto irónico, lo cual hacía aún más inquietante su actitud inconmovible al dar por buena la múltiple denuncia. Aunque sí que asomó un sutil brillo de ironía a los ojos del gobernador, mientras éste mantenía el rostro impávido no obstante. E intercambiaba un fugaz lenguaje de miradas con el fornido escolta que le cubría las espaldas, indescifrable para su acusador adolescente.



 –Mi padre está sin trabajo por su culpa –Reaccionó el muchacho al fin, con el giro de un enfoque personal–. Él dice que a usted el pueblo no le importa una mier… –se frenó a sí mismo, justo a tiempo de evitar la grosería–… que la gente no le importa nada, digo –corrigió–. Que se deja usted sobornar por cualquiera y sólo le mueve el dinero.



–Efectivamente, tu padre está en lo cierto: soy un vendido, tampoco voy a negar eso –Asintió el gobernador de la provincia, concediendo una vez más–. Y un corrupto de los peores, también. Y si estoy en política es para lucrarme únicamente, no tengo otro motivo –confesó fríamente, de nuevo sin inmutarse y sin sarcasmo alguno en sus palabras o en su gesto–. Y así lo planeé desde que empecé la militancia pública, de hecho…



 Otra vez el muchacho se quedó fuera de sitio, bloqueado sin saber qué decir ante la flemática serenidad del otro. Hubo un instante de incómodo silencio, que el chico logró romper usando un último cartucho, con el que creyó que iba a dar al fin en la diana:



 – ¿Y qué hay de ese periodista, el del diario de la oposición que se emperró en investigar y denunciar la falta de seguridad en el yacimiento? –Interrogó al político, que por primera vez pareció inmutarse un poco–. Apareció flotando en el malecón –le recordó– tras haberse abierto la cabeza contra las rocas cuando paseaba por el rompeolas y perdió el equilibrio, al parecer, según contaron los periódicos. Pero mucha gente dice que no cayó del muro él solo. Que eso no fue un accidente y hay una mano negra ahí…



 En ese punto el gerifalte cruzó una mirada abisal con su guardaespaldas, que frunció el ceño con inquietud y corroboró que nadie alrededor miraba. El gobernador comprobó él mismo de un vistazo que el jefe de estación estaba distraído, charlando con el maquinista en la otra punta. Y le hizo al chico el gesto de que se aproximase un paso más a él. Cuando lo tuvo a un palmo, bajó un poco la voz y admitió también la nueva y grave acusación, clavándole los ojos: «Yo mismo ordené matarlo. Me tenía harto ese cabrón chivato» –Dijo con voz cavernosa, y con un rictus de asco y odio en su semblante que dejó muy claro al chico que esa vez tampoco estaba bromeando o siendo irónico.



 Con aquello el muchacho quedó desarmado del todo. Se le hizo un nudo en la garganta y el corazón empezó a latirle con fuerza. No tuvo miedo exactamente, ni se sintió amenazado él en persona. Fue más bien el vértigo de enfrentarse con la verdad más fría el que le pudo. Sin tener él una experiencia vital suficiente para asimilar dicha verdad en su dimensión compleja, o combatirla en forma cruda en carne propia sin soflamas encendidas ni retóricas.  



Tampoco quien le confesó fríamente el crimen y lo demás, había albergado la intención de intimidarle: no precisó eso. Simplemente fue sincero con él, y no tenía nada que perder ante aquel imberbe individuo anónimo, insignificante e inseguro. Sin más testigos allí, además, aparte de su avezado escolta, ya en el ajo. El cual hizo gesto al apartado jefe de estación de que ya podía ordenar al maquinista poner el tren en marcha finalmente, obedeciendo él mismo a un ademán previo del político.



– ¿Alguna cosa más? –El gobernador se disponía a poner el pie en el estribo del convoy, con el escolta arriba ya, cuando le concedió al atribulado muchacho un último segundo de atención.



–No… nada… –Balbució éste, desubicado totalmente.



–Bien –El político encaró el vagón, pero aún escuchó un reclamo inesperado a su espalda.



– ¿Y qué me dice de usted? –Dijo el chico de pronto, con voz titubeante, obligándole a volverse–; ¿Usted cómo está, de salud y eso? –Cumplió in extremis con la cortesía social inculcada por su madre.



–De salud perfectamente… –Replicó muy serio el político, con un pie en el peldaño ya.



– ¿Y la familia? –Añadió, tras meditar un segundo, como recapitulando lo importante.



–La familia bien, gracias –Respondió el gobernador con sequedad, torciendo la mirada como esperando que le dejara ir de una vez.



–Bueno… con permiso… –El muchacho comprendió y dio la espalda al vagón sumisamente. Cabizbajo y confundido a la vez que el oficial de la estación hacía sonar por fin el silbato de marcha, que anticipó la inmediata partida (con retraso) del lujoso tren expreso. El cual pudo desbocarse al fin con libertad, y se esfumó enseguida en una enfurruñada nube de humo con el gobernador, su escolta y el resto del pasaje dentro.



 El chico volvió al andén para esperar su traqueteante ferrocarril propio, humilde y lento. Y por un segundo sintió un escalofrío. Cuando no vio en el banco la mochila que había dejado allí posada para tratar de plantar cara, sin demasiada fortuna, al impertérrito político. Aunque simplemente se había caído, y estaba en el suelo en un rincón del banco… Suspiró aliviado al recobrarla, pensando que su madre le regañaría fuerte si la extraviaba o se la robaba alguien. Volvió a sentarse allí y trató de meditar sobre lo que acababa de vivir, muy reconcentrado y serio. Hecho un lío de sentimientos y de ideas. Hasta que su tren llegó sin tardar mucho y se dispuso a abordarlo al fin de vuelta a casa con la mochila al hombro, y pasar página:



«¡Si me llega a ver mi madre, me masacra! –Pensó para sí cuando se aupaba al vagón rumbo al cálido hogar, sintiendo un definitivo alivio–; ¡Mira que soy bruto! –Razonó en su asiento ya, con una cándida sonrisa–; ¡Casi olvido preguntar por su familia! »









   








© Bonifacio Álvarez.









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