martes, 4 de abril de 2017

Tres historias imposibles.










                                                                            *     *     *
  
 Era un hombre positivo, enérgico. No tenía enemigos, todo lo contrario. Llegó a la cima de su profesión en tiempo récord, sin suscitar grandes envidias, y ayudando en lo posible a todos cuantos pudo. Incluidos quienes eran menos afortunados que él. Su matrimonio era feliz y su salud de hierro. De modo que nada podía hacer sospechar que acabaría tendido en la alfombra de su despacho, sobre un charco de sangre y con un disparo en la cabeza.

La policía no encontró ninguna pista. Aunque, como extraña justificación, el asesino dejó junto al cadáver un recorte de periódico, a modo de nota exculpatoria. En el recorte figuraba una entrevista hecha a la víctima veinte años atrás. En la cima de su precoz y fulgurante éxito, por el cual le interrogaba el periodista: «No existen fórmulas mágicas contestaba él a la pregunta—. Sólo el trabajo duro y un poco de suerte. Y sobre todo, ilusión por lo que uno hace. Mucha ilusión. Si algún día en el futuro alguien descubre que he perdido la ilusión, le animo a que me pegue un tiro».

    
                                                                             *   *   *
 
                                                                           
Ocurrió algo extraordinario.

 Todos, absolutamente todos, dejaron lo que estaban haciendo para mirar al cielo abierto en ese instante. Los que estaban bajo techo, abandonaron las casas y locales. Los niños abandonaron las escuelas. Y en aquellos lugares y países donde, por desgracia, tenían que trabajar con sus manitas como si ya fueran mayores, dejaron sus duros trabajos también, para mirar arriba. Los adultos de todas las partes del planeta hicieron lo propio. Los obreros dejaron sus herramientas. Los soldados no dejaron sus armas, pero sí caminaron con ellas como todos los demás, buscando un girón despejado de nubes. El personal médico de los hospitales, empujó las camillas con gotero y las sillas de ruedas con los enfermos bien abrigados, como en una evacuación, para mirar con ellos hacia arriba también. Los presos salieron de sus celdas al patio de las cárceles. Y los que no cabían allí, fueron escoltados también fuera, como los enfermos. Y alzaron la mirada… En los países donde aún era de noche, los que dormían despertaron como si fueran sonámbulos, y salieron también a la intemperie a ver el cielo... Cada parado, cada jubilado, cada oficinista, cada empleado de comercio, cada estudiante, dejó lo que estaba haciendo y salió al aire libre para mirar al mismo punto exacto del firmamento, fijamente... Miraron todos allí. Hasta los bebés en sus cochecitos. Todos. Toda la humanidad, en su conjunto. Siete mil millones de almas se movilizaron de repente, y miraron al cielo simultáneamente durante un par de minutos. En total calma y silencio.

 Luego, los niños y adultos volvieron ordenadamente a la escuela o al trabajo.  Los obreros volvieron a sus herramientas. Los soldados a sus cuarteles. Los médicos y pacientes a los hospitales. Los presos a sus celdas. Los parados y jubilados a sus casas. Los oficinistas a sus oficinas. Los comerciantes a sus tiendas. Los estudiantes a sus aulas. Y los durmientes a sus dormitorios. Sin más.

Eso fue todo.


 No ocurrió nada extraordinario.
                                                                

            
                                                                             *   *   *

 El ladrón de viejos puso en jaque a toda la metrópoli. No era un atracador, ni un falso inspector de gas dispuesto a esquilmar la pensión a los incautos jubilados. Era un ladrón de viejos, literalmente. 

 Los hacía desaparecer.  

Se había tratado de ocultar el hecho a la prensa. Pero al final se destapó el asunto, aunque sin tanto dramatismo. Sólo eran vejestorios al azar sin conexión alguna entre sí, pertenecientes a diversos barrios desperdigados de clase media y baja, y también a algún que otro hogar de ancianos.

 Sólo eso: viejos, nada más. Sin mayor actividad propia ni relevancia social. Viejos de esos que molestaban en casa y eran atados y sedados en los asilos. No eran niños llenos de futuro ni importantes políticos que hicieran, además, sospechar una conspiración más seria. Y dado el deterioro físico, tampoco era creíble que los estuvieran usando para vender sus órganos…

Un secuestro por dinero no tenía sentido, nadie había tocado un céntimo de las cuentas bancarias de los ancianos con sus exiguas pensiones, ni había pedido rescate alguno. Tampoco habían aparecido los cadáveres que, siendo cuerpos de viejos, tendrían un efecto parecido a los de las anónimas palomas destripadas en los semáforos, que algún operario municipal barre con desidia antes de arrojarlos a un cubo fríamente.

 Al final, había cundido la idea de una oleada casual de ancianos desorientados que se perdían al salir de paseo con su bastón o silla de ruedas, debido a un imprevisto efecto de la medicación o una jugarreta de su Alzheimer. Pero no aparecía ninguno, y la obligación de la policía era investigar. 

Así que el joven inspector Muñiz siguió concienzudamente las escasas pistas… A punto estuvo de pillar a los culpables con las manos en la masa, por simple azar. Cuando hacía una rutinaria ronda en sus pesquisas, sorprendió a dos corpulentos individuos saltando de una furgoneta. Dispuestos a cubrir a un renqueante anciano con un saco, con la intención (al parecer) de introducirlo a la fuerza en el vehículo. Tuvo tiempo de evitarlo, pero los sospechosos huyeron sin que pudiese apuntar la matrícula, pensando sólo en auxiliar al pobre hombre que terminó en el suelo... El débil anciano estaba ileso, pero, para su sorpresa, le recriminó la ayuda:

—¡Toda la vida soñando este momento, y me lo joden! —Gritó el viejo, entre la rabia y la tristeza  —¡Ochenta años esperando! ¿Le parece bonito?— Exclamó, con lágrimas en los ojos— ¿Sabe el daño que me ha hecho? ¿Tiene idea?

No entiendo, señor… Soy inspector de policía, le acabo de salvar de un secuestro…—Balbució el inspector, muy confundido.

¿Salvar, dice? ¿Secuestro? ¿En serio? Se indignó el anciano ¿De verdad no tienen nada mejor que hacer ustedes, con tanto delincuente suelto? ¡Váyase al carajo!

 El inspector Muñiz se tomó la inesperada reacción del anciano como un delirio de la edad. Quiso pedirle los datos para elaborar un informe, pero el otro hizo un gesto de desdén con su bastón y se marchó refunfuñando. No intentó detenerle. El agente Muñiz se quedó muy confuso, pensando en lo ocurrido... Y en adelante se enfrascó aún más en su empeño en dilucidar aquel misterio por su cuenta. Aunque toda la policía de la ciudad y del país estaba alerta ya, según creció el fenómeno. Y enseguida, el hecho tuvo eco internacional también, dado lo insólito del caso.

 Pero el inspector Muñiz se lo había tomado como algo personal, y no podía quitarse de la mente la extraña actitud de aquel anciano que le echó en cara su ayuda. De pronto, se trataba de un misterio doble para él: la desaparición masiva y esa rara mirada... Seguramente aquel viejo era un cascarrabias enajenado, pero… ¿no había notado, acaso, un brillo de necesidad sincera en la mirada de quien se enojó con él así?  

 Quizá no tenía sentido pensar eso, aunque no podía quitarse esa mirada iracunda pero triste de la mente. Soñaba con esas dos pupilas profundas, incluso. Y extrañamente, en ese sueño le acompañaba siempre el sonido de un acordeón, que le hacía despertar con su chirriante melodía.

 Tampoco había lógica alguna en la oleada de robos de viejos sin móvil aparente. Que llegaron a sumar más de ciento cincuenta, al final, extendiéndose a las ciudades vecinas y a algún pueblo del extrarradio, también.

 A la postre, la esforzada investigación del inspector Muñiz tuvo buenos frutos. Todas las pistas le condujeron a una nave industrial en las afueras, donde quizá escondían a todos los viejos retenidos para un ambiguo fin… De camino allí, el comisario le felicitó en persona, mencionándole un posible ascenso en el escalafón. Pero, cuando las fuerzas policiales llegaron a la nave, ésta ya estaba vacía. Aunque con signos de haber albergado en ella a los ancianos. Y descubrieron las marcas de ocho neumáticos también…

 Se actuó rápido y diligentemente, poniendo controles en todas las salidas de la metrópoli, por avión, tren y carretera. La prensa y la televisión lo llenaron todo de cámaras y reporteros. Y la adrenalina aguzó el olfato del inspector Muñiz, que ató los últimos cabos… Tuvo, entonces, la intuición de ponerse al volante de un furgón policial, seguido por otros dos vehículos repletos de agentes a sus órdenes. En dirección todos a una vieja carretera secundaria que conducía a un embarcadero en desuso... Pusieron vallas y trampas con pinchos para los ocho neumáticos en el asfalto repleto de baches, mientras llegaban más refuerzos. Esperaron pacientemente en la carretera desierta… Y al final, apareció un solo vehículo de ocho ruedas, que avanzaba muy despacio, a velocidad parsimoniosa. Era un gran autocar doblemente articulado, con estructura de acordeón. Tenía enormes cristaleras y estaba adornado con globos y cintas de colores.

 Lo ordenaron detenerse.     

 Estaba repleto de ancianos, con aire de total felicidad y vestidos con colores alegres. Charlaban animadamente entre ellos, algunos. Otros cantaban con jolgorio. Otros estaban jugando, riendo, leyendo, o escuchando música en audífonos. Algunos hacían varias de esas cosas a la vez, lúcidamente pese al deterioro de los años… Los había con la nariz pegada a las ventanas del vehículo, para señalar detalles del paisaje, con ilusión inocente. Eran como niños de excursión, totalmente seguros, confiados y felices. Con aire de no saber exactamente a dónde iban. Pero honestamente convencidos de ir a un lugar mejor, que no era la muerte…

 De un solo vistazo, el inspector Muñiz comprendió... Recordó la mirada de tristeza del anciano que le recriminó por haber frustrado su secuestro. Cayó en la cuenta de que, en el fondo, era una mirada de súplica. Y se sintió profundamente culpable. Cuando recordó además, de pronto, los ojos de su propio padre, que le habían mirado de una forma parecida antaño. Con una mascarilla de oxígeno cubriéndole el rostro, en sus últimas horas en el hospital en que murió.

Abran la barrera El inspector Muñiz dio la irreflexiva orden—: es sólo una excursión de niños.

 Los demás obedecieron, sin objetarle ni sospechar nada. Porque, debido a un extraño espejismo, lo que creyeron ver todos, de hecho (salvo el propio inspector), fue justamente eso: alegres niños de excursión dentro de un gran autocar, y no otra cosa.

Y el enorme vehículo repleto de ancianos felices, siguió su misteriosa ruta sin obstáculos, en dirección al muelle abandonado.







© Bonifacio Álvarez

5 comentarios:

  1. ¡Excelentes! Me han gustado mucho las tres historias: sobre todo, la segunda. Esta es tu voz: más auténtica que la de Eduardo Cornejo.

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  2. Gracias, Carmen. Creo que el arte (literatura incluida) es el grito del espíritu, más que una simple voz. Por eso grita siempre, incluso cuando aparenta susurrar.

    Munch es la excepción.

    No sé si lo leiste ya, pero si un día tienes tiempo, te recomiendo el cuento La séptima pregunta, en esta misma página (el enlace está arriba a la derecha, pinchando en el cuadro con el hacha). Creo que podría gustarte, es tan intemporal como sencillo. Y grita muchas cosas en silencio.

    Saludos.

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    1. Lo leí, me gustó. El bosque, el gesto de asentimiento del viejo guardabosques, la nieve.

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  3. Curiosa mezcla de historias,con las que demuestras tu maestría cuando sugieres al lector,más que arrasarle con un aluvión de metáforas y escenas mascadas.Enhorabuena.Exiges siempre que el lector complemente tus historias.Hemingway acudiría a su manoseada teoría del iceberg.

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    1. Gracas Sergio. Hemingway se pasaba al otro extremo, era demasiado parco. Pero a él le quedaba bien ser así de breve, no cualquiera puede hacerlo sin resultar seco. Porque su iceberg no era tanto la literatura en sí, como la dilatada (y aventurera) experiencia personal que había detrás de sus escritos, lo cual potenciaba subterráneamente la fuerza de éstos.

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